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A las ocho en punto, con mi capote y un tufo bien peinado entraba yo en el vestíbulo del ala donde vivía la princesa. El viejo criado me miró sombrío y se levantó de mala gana de su banco. En la sala se oían voces alegres. Abrí la puerta y retrocedí estupefacto. La joven princesa, con un sombrero de hombre en la mano, estaba en el centro de la habitación, de pie en una silla, alrededor de la cual se aglomeraban cinco hombres, que trataban de meter la mano en el sombrero; pero ella lo alzaba sacudiéndolo con fuerza. Al verme exclamó:
–Aguarden, aguarden, ha llegado un nuevo invitado, hay que darle también un billete –y, bajando de un salto de la silla, me tiró de la manga del redingote, diciendo: Venga, ¿qué hace usted ahí parado? Messieurs, permítanme presentarles: este es Monsieur Voldemar, el hijo de nuestro vecino –y, dirigiéndose a mí, añadió presentándome a sus huéspedes–: El conde Malievski; el doctor Lushin; el poeta Maidánov; Nirmatski, capitán retirado, y el húsar Bielovsórov, que ya conoce usted. Sean ustedes buenos amigos.
Fue tal mi aturdimiento que ni siquiera saludé a nadie; en el doctor Lushin reconocí al señor moreno que me había hecho ruborizar tan despiadadamente en el jardín; a los demás era la primera vez que los veía.
–¡Conde! –continuó Zinaída–, escríbale una papeleta a Monsieur Voldemar.
–Esto no es justo –objetó el conde con un ligero acento polaco. Era un hombre moreno, vestido con refinamiento, muy guapo, con expresivos ojos castaños, una estrecha naricita blanca y unos finísimos bigotes sobre la boca diminuta–. Él no ha jugado con nosotros a las prendas.
–Es injusto –lo apoyaron Bielovsórov y el señor que me fue presentado como capitán retirado: hombre de unos cuarenta años, horrorosamente picado de viruelas, con el pelo crespo como un moro, un poco encorvado, cojo, la guerrera desabrochada, sin charreteras.
–Pero si le acabo de decir que escriba una papeleta –repitió la princesa–. ¿Qué sublevación es ésta? Monsieur Voldemar es la primera vez que está con nosotros, y hoy no existen leyes para él. No refunfuñe y escriba, así lo quiero yo.
El conde se encogió de hombros, pero inclinó sumiso la cabeza, tomó una pluma con su mano blanca constelada de sortijas. Arrancó un trozo de papel y escribió algo.
–Por lo menos, permítame explicarle al señor Voldemar de qué se trata –comenzó Lushin con sorna–, porque está todo desconcertado. Vea usted, joven, se trata de que estamos jugando a las prendas; la princesa tiene que pagar prenda, y el que saque la venturosa papeleta tendrá derecho a besarle la mano. ¿Ha comprendido lo que le he dicho?
Lancé una rápida mirada en su dirección, pero todo me pareció entre nieblas; la princesa volvió a subirse a la silla y a agitar el sombrero. Todos la siguieron, y yo en pos de los demás.
–Maidánov –dijo la princesa a un joven alto de cara enjuta, ojos pequeños y melena negra, excesivamente larga–, usted, que es poeta, debería ser generoso y ceder su papeleta a Monsieur Voldemar, para que él tuviera dos probabilidades en lugar de una.
Pero Maidánov denegó con la cabeza, sacudiendo su melena. Yo fui el último en introducir la mano en el sombrero, desdoblé el papelito... ¡Dios mío, qué emoción al leer la palabra: un beso!
–¡Un beso! –exclamé instintivamente.
–¡Bravo! Ha ganado –exclamó la princesa–. ¡Qué contenta estoy! –bajó de la silla y me miró a los ojos con tanta pureza y dulzura, que se me cayó el alma a los pies–. ¿Usted está contento? –preguntó.
–¿Yo?...
–Véndame su papeleta –soltó de pronto Bielovsórov junto a mi oreja–. Le doy cien rublos.
Respondí al húsar con una mirada tan iracunda, que Zinaída se puso a aplaudir, y Lushin exclamó: ¡Formidable!
–Pero yo –continuó éste– como maestro de ceremonias, tengo la obligación de cuidar que se cumplan todas las reglas. Monsieur Voldemar, doble una rodilla: es la costumbre aquí.
Zinaída se puso ante mí, ladeó un poco la cabeza, como si quisiera mirarme mejor, y, dándose importancia, extendió la mano. Se me nubló la vista. Quise hincar una rodilla, pero se me doblaron las dos, y rocé tan desmañadamente con mis labios los dedos de Zinaída, que me arañé un poco la punta de la nariz con una uña suya.
–¡Está bien! –anunció Lushin, y me ayudó a levantarme.
Continuamos jugando a las prendas. Zinaída me sentó a su lado. ¡Qué prendas no inventaría! Entre otras, le tocó a ella representar una "estatua". Eligió para pedestal al feo Nirmatski, a quien obligó a ponerse boca abajo y, para colmo, meter la cabeza en el pecho. Las carcajadas no pararon un instante. Todo ese bullicio y alboroto, esa alegría llana, casi loca, esas relaciones inauditas con personas desconocidas me aturdían, porque era yo un muchacho educado separada y juiciosamente en una casa señorial de graves costumbres. Me sentía embriagado, como si hubiera bebido. Empecé a reír y a parlotear más alto que los demás, tanto que hasta vino a mirarme la vieja princesa, que recibía en la habitación vecina a cierto empleado de las Puertas de Iver a quien había llamado para consultarle. Pero yo me sentía feliz hasta tal punto, que ni siquiera me inmuté, me importaba un comino las burlas y las miradas de soslayo. Zinaída continuaba dándome preferencia, sin dejar que me apartara de ella. En una de las prendas me cayó en suerte estar sentado a su lado, cubiertos los dos con el mismo pañuelo de seda: yo debía confiarle mi secreto. Recuerdo que nuestras cabezas se hallaron de improviso en una neblina agobiadora, semitransparente y fragante, que en esa neblina sus ojos brillaban tiernos y cercanos, sus labios abiertos exhalaban calor, descubriendo los dientes, y las puntas de su pelo me cosquilleaban y quemaban. Yo guardaba silencio. Ella sonreía misteriosa, con picardía y, por último, me susurró: "¿Y qué?", a lo que yo me ruboricé, reí y volví la cabeza, porque me ahogaba. Las prendas terminaron por aburrirnos y empezamos a jugar a la cuerda. ¡Dios mío! ¡Qué entusiasmo cuando, por haberme quedado distraído, ella me dio un golpe fuerte y brusco en los dedos! Después me hice el distraído a propósito, y ella me provocaba, pero no tocaba las manos que yo le ofrecía.
¡Qué no hicimos aquella tarde! Tocamos el piano, cantamos, bailamos y representamos una tribu de gitanos. Vestimos a Nirmatski de oso y le dimos de beber agua con sal. El conde Malievski nos enseñó diferentes juegos de manos con la baraja, y terminó en que, después de barajar, se dio a sí mismo en el whist todos los triunfos, por lo que Lushin "tuvo el honor de felicitarle". Maidánov nos declamó unos fragmentos de su poema "El asesino" (la acción tenía lugar en el apogeo del romanticismo), que tenía la intención de publicar con tapas negras y letras mayúsculas color de sangre; le arrancamos el gorro de las rodillas al empleado de las Puertas de Iver, y lo obligamos a bailar el kazachok para que lo recuperara; al viejo Vonifati le pusimos una cofia y la princesa se puso un sombrero de hombre... Es imposible contarlo todo. Sólo Bielovsórov la mayor parte del tiempo permaneció en un rincón, enfadado y mohíno... A ratos los ojos se le inyectaban de sangre, se ponía todo rojo y parecía que de un momento a otro iba a abalanzarse sobre nosotros, desparramándonos como astillas por todos los rincones; pero la princesita le echaba una mirada, lo amenazaba con un dedo, y él volvía a su sitio.
Por último nos abandonaron las fuerzas. La princesa, que, según ella decía, era infatigable y no la molestaba ningún griterío, también se sintió rendida y quiso descansar. Pasadas las once de la noche trajeron por toda cena un trozo de queso viejo y unas empanadillas frías de jamón picado, que me supieron más sabrosas que cualquier foie-gras; había sólo una botella de vino, extraña por demás: oscura, con el gollete ancho; y el vino en ella era de color rosáceo, pero eso no tenía importancia, porque nadie lo bebió. Salí de allí desvanecido de cansancio y de felicidad. Al despedirme, Zinaída me dio un fuerte apretón de manos y volvió a sonreír misteriosamente.
La noche lanzó su hálito pesado y húmedo sobre mi rostro acalorado; parecía que amenazaba tormenta; se acumulaban negros nubarrones y se deslizaban por el cielo, cambiando visiblemente sus contornos vaporosos. El viento palpitaba intranquilo en los árboles oscuros; y en algún lugar lejano, detrás del horizonte, parecía que un trueno gruñía para sus adentros, enojado y sordo.
Me introduje en mi habitación por la puerta de atrás de la casa. Mi sirviente dormía en el suelo, y tuve que saltar por encima de él. Se despertó y, al verme, me anunció que mi madre se había vuelto a enfadar y quiso otra vez mandar a buscarme, pero que mi padre la hizo desistir. (Nunca me acostaba sin despedirme de mi madre y sin pedirle la bendición). ¡Qué había de hacer! Le dije al sirviente que me desnudaría y acostaría sin su ayuda, y apagué la vela... Pero no me desnudé ni me acosté.
Me senté en una silla y estuve largo tiempo como fascinado. Lo que experimentaba era tan nuevo, tan dulce... Estaba sentado, mirando apenas en torno, inmóvil, respirando lentamente. De tanto en tanto me reía en silencio, recordando algo, o sentía un frío interior al pensar que estaba enamorado, y que era eso lo que se llama amor. En la penumbra, el rostro de Zinaída se deslizaba pausadamente ante mí, se deslizaba y no terminaba de pasar; sus labios seguían sonriendo enigmáticos, sus ojos me miraban un poco de lado, interrogantes, pensativos y tiernos... como en el instante en que me había separado de ella. Por último me levanté, me aproximé de puntillas a mi cama y, sin desvestirme, posé con cuidado la cabeza sobre la almohada, como si temiera con un movimiento brusco importunar a aquello que colmaba todo mi ser...
Me eché en la cama, pero ni siquiera cerré los ojos. Pronto noté que unos débiles reflejos penetraban sin cesar en mi alcoba... Me incorporé un poco y miré por la ventana. Su marco resaltaba claramente, mientras los cristales blanqueaban misteriosos e imprecisos. "Tormenta", pensé. Y, en efecto, era la tormenta, pero tan lejos que ni se oía el trueno; sólo en el cielo se encendían sin interrupción unos rayos pálidos, largos, como ramificados: y no se podría decir que se encendían, sino más bien que trepidaban y se contraían, como el ala de un ave moribunda. Me levanté, y permanecí junto a la ventana hasta el alba... Los relámpagos no cesaban un instante. Miraba yo el mudo campo arenoso, el oscuro macizo del parque Nieskuchni, las fachadas amarillentas de los edificios lejanos, que también parecían estremecerse a cada débil resplandor... Yo estaba extasiado y no podía apartarme de la ventana: esos relámpagos mudos, esos destellos imprecisos parecían corresponder a los anhelos mudos y secretos que se encendían también en mi interior. Empezó a amanecer; la aurora aparecía con su luz rojiza. Conforme se levantaba el sol, los relámpagos se hacían más pálidos y más cortos: los estruendos llegaban cada vez con más intervalo, y terminaron por desaparecer, sumergidos en la luz fresca y palpable del nuevo día.
También desaparecieron los rayos en mi interior. Sentí un cansancio inmenso y el silencio... pero la imagen de Zinaída continuaba flotando, triunfante, sobre mi alma. Sólo que esa imagen parecía apaciguada: igual que un cisne que, al alzar el vuelo de las hierbas de un pantano, se separa de las inmóviles figuras que lo rodean. Y yo, al quedarme dormido, me postré por última vez ante esa imagen, despidiéndome de ella con devota adoración...
Oh, dulces sentimientos, suaves sonidos, bondad y sosiego de mi alma que acababa de despertarse, alegría desvaneciente de los primeros enternecimientos del amor ¿dónde están, dónde?

El primer amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora