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Al día siguiente me levanté temprano, corté una vara y me fui a Kaluzhskaya Zastava. "Voy a disipar mi dolor", pensé. Era un día espléndido, claro y no muy caluroso; un viento juguetón y fresco se paseaba por la tierra, rumoreaba y retozaba un poco, animándolo todo, pero sin alterar nada. Deambulé largo rato por los montes y el bosque; no me sentía feliz y había salido de la casa con la intención de entregarme al desconsuelo; pero la juventud, el tiempo maravilloso, el aire fresco, la satisfacción de la rápida caminata la indolencia que comunica estar echado solitario en la espesa hierba hicieron su tarea: una vez más se apoderó de mi alma el recuerdo de aquellas inolvidables palabras y de aquellos besos. Gozaba pensando que Zinaída no podía dejar de reconocer mi decisión, mi heroísmo..."Los otros son para ella mejor que yo –pensaba– ¡mejores! Aunque los otros sólo le prometen hacer algo, mientras que yo ya lo he hecho... ¡Y qué no haría por ella! ..." Me remonté en alas de la fantasía. Empecé a imaginar cómo la iba a salvar de manos del enemigo, cómo, bañado en sangre, la sacaría de la prisión, y cómo moriría a sus pies. Recordé un cuadro que estaba colgado en nuestra sala: El rapto de Matilde por Malek-Adel... y, sin transición alguna, me ocupé de un pájaro carpintero de abigarrado plumaje que había aparecido y ascendía afanoso por el fino tronco de un abedul, mirando con recelo a derecha e izquierda, como un músico medio oculto por el mástil de su contrabajo.
Después me puse a cantar: No son las blancas nieves, decayendo en la romanza muy en boga en aquellos tiempos de Te espero cuando el céfiro juguetón..., luego comencé a recitar en voz alta la invocación de Ermak a las estrellas, de la tragedia de Jomiakov: incluso intenté versificar algo sentimental, y hasta ideé el verso con el que debía terminar mi poesía: "¡Oh. Zinaída! ¡Zinaída!". Pero no me resultó nada. Mientras tanto, había llegado la hora de la comida. Descendí al valle, por donde zigzagueaba un estrecho sendero arenoso que llevaba a la ciudad. Fui por ese sendero... A mis espaldas oí el ruido sordo de cascos de caballos. Me volví, me detuve instintivamente y saludé: uno al lado del otro venían mi padre y Zinaída. Mi padre le decía algo inclinado todo su cuerpo hacia ella, la mano apoyada en el cuello del animal; él sonreía. Zinaída lo escuchaba en silencio, con la vista baja y expresión seria. Al principio no vi a nadie más, y sólo instantes después, tras un recodo del valle, apareció Bielovsórov, montado en un caballo negro cubierto de espuma, luciendo su uniforme de húsar, sin faltar el dormán. El buen animal balanceaba la cabeza, resoplaba y brincaba: el jinete lo retenía y lo espoleaba. Me hice a un lado. Mi padre recogió las riendas y se apartó de Zinaída, ella alzó lentamente la vista hacia él, y los dos se lanzaron al galope... Bielovsórov los siguió al trote largo; el sable tintineaba... Yo pensé:"Él está rojo como un tomate mientras que ella... ¿Por qué está tan pálida? Toda la mañana a caballo ¡y tan pálida!". Aceleré el paso y llegué a la casa momentos antes de la comida. Mi padre ya se había lavado y cambiado de ropa y estaba flamante junto al sillón de mi madre, leyéndole con su voz serena y sonora un folletín del Journal des Débats; mi madre escuchaba no muy atenta y, al verme, me preguntó dónde había pasado todo el día, y añadió que detestaba cuando yo andaba Dios sabía dónde y con quién. Quise explicarle que había estado paseando solo, pero miré a mi padre y, no sé por qué, preferí callar.

El primer amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora