11

9 1 0
                                    

La tarde del mismo día se reunieron en casa de las Zasekin los invitados de siempre, yo entre ellos.
La conversación giró en torno al poema de Maidánov; Zinaída lo alababa sinceramente.
–¿Pero sabe usted que si yo fuera poeta escribiría sobre otros temas? –le dijo–. Quizá sea absurdo, pero a veces se me ocurren cosas extrañas, sobre todo si estoy despierta al amanecer, cuando el cielo empieza a ponerse rosa y gris. Yo, por ejemplo... ¿No se reirán ustedes de mí?
–¡No, no! –protestamos todos al mismo tiempo.
Ella cruzó los brazos sobre el pecho, desvió la mirada y continuó:
–Yo describiría un grupo de muchachas, de noche, en una barca grande, en un río apacible. La luna despide su blanca luz, ellas van vestidas de blanco, y sus coronas son también de blancas flores; y cantan, ¿saben ustedes qué cantan?, algo semejante a un himno.
–Comprendo, comprendo, continúe –asintió Maidánov, con aire soñador y significativo.
–De súbito, algarabía, risas, antorchas y panderetas en la orilla... Es una muchedumbre de bacantes que llega corriendo con gritos y canciones. Ahora le corresponde a usted, señor poeta, pintar el cuadro... pero yo quisiera que las antorchas fueran rojas y echaran mucho humo; y que los ojos de las bacantes brillaran bajo las coronas, que deberán ser oscuras. No se olvide de las pieles de tigre ni de los tazones, y del oro, mucho oro.
–¿Dónde debe haber oro? –interrogó Maidánov, echando hacia atrás su lacio pelo y dilatando las aletas de la nariz.
–¿Dónde? En los hombros, en las manos, en las piernas, en todas partes. Dicen que en la antigüedad las mujeres usaban anillos de oro en los tobillos. Las bacantes invitan a las jóvenes de la barca a que se aproximen. Las muchachas dejan de cantar su himno –no pueden continuarlo–, pero están inmóviles: el río las empuja hasta la orilla. Inesperadamente, una de ellas se alza con lentitud... Esto hay que describirlo muy bien: cómo se levanta despacio a la luz de la luna y cómo se asustan sus amigas... Ella atraviesa el borde de la barca, las bacantes la rodean, la transportan veloces a la noche, a las penumbras... Imagínense torbellinos de humo, y todo se mezcla. Sólo se oye el griterío, y en la orilla queda la corona de ella. Zinaída enmudeció. "¡Oh, ama a alguien!", volví a pensar.
–¿Nada más? –preguntó Maidánov.
–Nada más.
–Eso no puede ser argumento para todo un poema –dijo él con suficiencia–, pero aprovecharé su idea para escribir una poesía lírica.
–¿Al estilo romántico? –interrogó Malievski. –Claro está, al estilo romántico de Byron.
–A mí me parece que Hugo es mejor que Byron –opinó con negligencia el joven conde–, es más interesante.
–Hugo es un escritor de primera categoría –objetó Maidánov–, y mi amigo Tonkoshéiev, en su novela española El Trovador...
–¿Ah, ese libro con signos de interrogación boca abajo? –lo interrumpió Zinaída.
–Sí, los españoles lo usan así. Pues yo quería decir que Tonkoshéiev...
–¡Por favor! Ustedes se pondrán a discutir otra vez sobre el clasicismo y el romanticismo –lo interrumpió por segunda vez Zinaída–. Mejor juguemos algo...
–¿A las prendas? –propuso Lushin.
–No, eso es aburrido; a las comparaciones–. (Ese juego lo había inventado Zinaída. Consistía en nombrar un objeto, y cada uno trataba de compararlo con algo, recibiendo un premio quien propusiera la mejor comparación). Zinaída se aproximó a la ventana. El sol acababa de ponerse; muy alto en el cielo colgaban largas nubes rojas.
–¿A qué se parecen esas nubes? –interrogó Zinaída y, sin esperar nuestra respuesta, dijo: Pienso que se parecen a las velas purpúreas de la nave de oro de Cleopatra, cuando salió al encuentro de Antonio. ¿Se acuerda, Maidánov? Usted me lo contó hace poco.
Y nosotros, como Polonio en Hamlet, estuvimos de acuerdo en que las nubes se parecían a esas velas, y que nadie encontraría una mejor imagen.
–¿Cuántos años tenía entonces Antonio? –preguntó Zinaída.
–Seguramente sería muy joven –respondió Malievski.
–Sí, joven –afirmó Maidánov.
–Perdonen –exclamó Lushin–, tenía más de cuarenta años.
–Más de cuarenta –respondió Zinaída, lanzándole una rápida mirada.
Poco después me fui a la casa. "Ella ama a alguien –murmuraban mis labios–... Pero ¿a quién?"

El primer amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora