¿Acaso todo eso era mentira?
Claro que lo era, se respondió Katherine. La casa, el vecindario, incluso la tiesa baronesa no podían ocultarle la verdad. Lo que estaban haciendo -comprarle un marido- era inmoral. El matrimonio debía ser producto del amor, no del comercio. Katherine había ayudado a su padre a celebrar muchas bodas. Conocía la liturgia de memoria. Y lo que Dios buscaba no era un arreglo comercial corriente.
Sin embargo, era tan habitual como se podía esperar. Tan típico, de hecho, que ella -la hija de un párroco que sabía cómo eran las cosas- ya estaba envuelta en un pacto diabólico para comprar a un hombre viejo y rico. No sería feliz en su matrimonio. Tendría que contentarse con la riqueza.
Las manos le temblaron al pensarlo, pero enderezó la espalda, echó los hombros hacia atrás y entró en casa de la baronesa. El interior se parecía mucho al exterior: formal y triste. La baronesa no se detuvo sino que siguió por el corredor hasta el fondo del edificio. A mano derecha, Katherine alcanzó a ver un enorme y horrible mayordomo, a quien le presentaron rápidamente, y que desapareció enseguida en un saloncito contiguo.
Sin saber cómo actuar, hizo ademán de seguir a la baronesa, pero el sobrino la detuvo, tocándole el brazo y señalándole el segundo piso.
-Te mostraré tu habitación -se ofreció.
La muchacha asintió con la cabeza y aceptó únicamente porque hubiera sido una descortesía no hacerlo. Lo siguió hasta una habitación que, en el pasado, debía haber sido luminosa y aireada, incluso hermosa. Estaba decorada en tonos amarillos con toques de verde; pero el tiempo había dejado desvaídos los colores y las telas, que ahora aparecían apagados, tristes y de indefinibles tonalidades. Y la luz grisácea se limitaba a resaltar el deterioro de los muebles y las manchas de la colcha. Aunque no parecía haber polvo, los estragos del tiempo daban a la habitación un aspecto realmente desolador.
Aun así, era una habitación mucho más grande y mejor que cualquiera que ella hubiese ocupado en su vida. Katherine se volvió hacia su guía:
-¿La habitación será para mí sola? ¿O voy a compartirla?
La muchacha detectó una ligera mueca en los labios del hombre, pero sus ojos permanecieron inmutables y su tono, distante.
-Es para ti sola. -Luego señaló una puerta medio oculta entre las sombras, al lado de la cama-. Esta puerta conduce a mi habitación. Te agradeceré que llames antes de entrar.
Katherine se puso rígida y se giró hacia él con rabia.
-¡No tengo ninguna intención de entrar, señor! Me voy a casar y llegaré al matrimonio con mi pureza y mi honor intactos.
El hombre no pudo evitar una sonrisa, aunque la expresión de su rostro mostraba una cierta frialdad. Entró en la habitación y, cruzando los brazos sobre el pecho, se recostó de manera despreocupada contra la cama.
-Tu honor no es de mi incumbencia. Tu pureza, sin embargo, será vulgarmente mancillada incluso para la moralidad menos exigente.
Aquellas palabras la sacudieron. Hablaba como si la pérdida de su honor fuera una consecuencia inevitable. Pero ¿qué alternativas tenía? No podía huir. No tenía dinero para regresar a Kent, y aunque lo hiciera, su familia ya se había marchado a vivir con su tío. Ellos creían que se encontraba segura, refugiada en un convento. ¿Qué podría decirles? ¿Que había decidido hacer una excursión a Londres? ¿Sola?
Su reputación quedaría en entredicho. Tenía que adaptarse lo mejor posible a su nueva situación allí. Así que levantó la barbilla, decidida a conservar, al menos, su orgullo.
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