-Al contrario, veo muy bien en la oscuridad. -Hizo una breve reverencia y se dio la vuelta para salir. Katherine lo oyó abrir la puerta adyacente y deslizarse a través de ella. Pero no la cerró.
Ella continuó oyendo cada uno de sus movimientos con todo detalle. Sintió el roce de su ropa al quitársela, el suave tintineo de las monedas al colocarlas sobre una mesa e incluso el chapoteo del agua y los crujidos del colchón cuando finalmente se acostó.
Luego todo quedó silencioso. Katherine se imaginó que el vizconde, por fin, se había dormido. En ese momento, dejó que su cuerpo se relajara.
-Otra cosa.
La voz del vizconde la sorprendió, invadiendo la oscuridad, y Katherine se incorporó sobresaltada en la cama, pensando que él estaba otra vez al lado. Pero no. Su voz provenía de la otra habitación, sin duda desde la cama.
-En el futuro, Katherine, debes dormir desnuda.
La estaba presionando mucho.
James miró la oscuridad que rodeaba su cama y se reprendió por actuar tan rápido. Katherine era una criatura extraña. Hija de un sacerdote y, sin embargo, había acudido a él por su propia y libre voluntad, huyendo de lo que conocía para arriesgarlo todo en Londres. Únicamente porque el pariente de un feligrés se lo había recomendado.
Se levantó de la cama y comenzó a pasearse silenciosamente por la habitación, mientras trataba de comprender a su última protegida. En la mayoría de las cosas, no era diferente a ninguna de las otras muchachas -joven, bonita, ingenua-, aunque claramente poseía una energía y un valor fuera de lo común. Más allá de eso, era pulcra y estaba bien educada.
Alcanzaría una alta cotización en el mercado matrimonial, siempre y cuando no perdiera aquella frescura.
No huiré.
Lo había dicho con firmeza, en voz alta, y él la consideró de verdad una promesa genuina. Pero había elegido un camino difícil. Nadie -y mucho menos la hija de un clérigo- podía aventurarse en el camino de una cortesana sin tener dudas. Tendría que asegurarse de que no cambiara de opinión, arruinándolos a ambos, porque había apostado todo a que ella tendría éxito. Sólo lo que le costaría prepararla era suficiente para dejarlo en la ruina si no se casaba bien.
Pero cuando ella, finalmente, hiciera sus votos, lo que le correspondería al vizconde por el matrimonio de Katherine lo liberaría de deudas, dejándolo a salvo de la carga que su padre había arrojado de manera tan irresponsable sobre sus hombros. Debería sentirse feliz y pensar en la boda con alegría. Sin embargo, no era así. ¿Por qué?
¿Sabe usted lo que es desear, milord, sin saber ni siquiera la razón?
Las palabras de Katherine resonaron en los oídos del vizconde, llenando la oscuridad con la misma ansiedad que ella había descrito. Sí, él sabía lo que era desear, la paralizante necesidad de tener algo, no sabía qué. Sentía cómo lo devoraba durante la noche, cuando una hermosa mujer destinada a otro hombre dormía en la habitación contigua. Lo sentía cuando miraba sus tierras yermas y sus escuálidos rebaños. Lo sentía amilanarse ante su fuerza en los peores momentos posibles y, a pesar de todo, no era capaz de saber qué buscaba. Sólo que no lo tenía.
Le sucedía lo mismo que a Katherine. Él era consciente -aunque ella no lo fuese- de que la respuesta para aquella muchacha no estaba en casarse con un hombre rico. No la encontraría en Londres más que en Kent. Pero, al menos, tenía una esperanza. En diez o quince años, una vez que su esposo hubiese muerto, tendría todo lo necesario para buscar aquella respuesta que tanto ansiaba: riqueza, posición, libertad. Las mismas cosas que él había deseado mientras se pudría en la cárcel a causa de las deudas. Las mismas cosas por las que ahora trabajaba instruyendo a jovencitas y comerciando con ellas.
Entonces, ¿por qué le resultaba tan desagradable pensar en eso? ¿Por qué algo sin nombre, algo inalcanzable, lo dejaba con una dolorosa ansiedad?
No lo sabía. Y mientras no encontrara la respuesta, sólo podía perseverar. Tenía que hacer planes y pensar, dirigir e instruir, asegurarse de que Katherine se convirtiera en la mejor novia que había educado hasta entonces. Y cuando terminara, ella se embarcaría en un opulento futuro y él podría forjarse al fin su propia tranquilidad. Abandonaría Londres para siempre y se dedicaría a acrecentar su propia fortuna, su propio futuro.
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