Capítulo IV.

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Hasta que demostrara lo contrario, lo consideraría un amigo.

Después de decidir eso, Katherine apoyó las manos sobre la mesa y se puso de pie.

—Muy bien, señor Dunwort, para bien o para mal, parece que estoy a cargo de la despensa. Y puedo ser tacaña, pero incluso los tacaños tenemos que comer. Así que, a menos que usted sea un entusiasta del pan negro, le propongo que busquemos algo mejor. ¿Tiene usted dinero, o debo pedírselo a la baronesa?

La adusta expresión del mayordomo se transformó de repente en una sonrisa.

—Tengo dinero, señorita. Su señoría vendió unas ovejas ayer para eso. Así que, ¿qué hacemos primero: compramos o cenamos?

Katherine le echó una mirada a la cocina. El fogón estaba apagado. Tardarían bastante tiempo en comprar y preparar la comida. Como si le hubiesen hecho una señal, su estómago lanzó un gruñido que le recordó que tenía hambre y no tenía ganas de esperar.

—He tenido un día muy difícil, señor Dunwort. Aunque normalmente sugeriría que hiciéramos las mejores compras posibles a esta hora, esta noche es especial. Así que es mejor que comamos primero. ¿Conoce alguna posada que ofrezca algún guiso aceptable o pastel de carne?

Dunwort asintió con la cabeza, al tiempo que estiraba el brazo para agarrar su sombrero.

—Conozco el lugar adecuado.

—Entonces compre comida suficiente para usted, para mí, para su señoría, supongo, y la baronesa...

—El vizconde ha dicho que cenará en su club —la interrumpió Dunwort—. Y la baronesa seguramente preferirá beberse la cena.

Katherine hizo una pausa. Sabía que muchos de los feligreses de su padre preferían beber hasta caer muertos, pero se negaba a ayudar a alguien a hacer tal cosa.

—Entonces compre pastel para tres. Yo misma le llevaré el suyo a la baronesa.

—Muy bien, señorita.

—¿Hay otros sirvientes en la casa?

—No, señorita. Sólo yo. —Enseguida se abotonó el abrigo y se preparó para salir. Katherine lo detuvo agarrándolo del brazo.

—Podría ir con usted —le ofreció. Conocía muchas casas elegantes en las que el ama de llaves salía a hacer la compra, pero en ese momento vaciló—. ¿Debería ir con usted?

—No, señorita, no puede hacerlo. Usted va a ser una dama y no sería buena idea que la vieran conmigo.

Katherine asintió, mostrando al mayordomo que había captado perfectamente la idea.

—Muy bien —dijo, sintiéndose aliviada de no tener que vagar por las calles de la ciudad en la oscuridad. Kent estaba lo suficientemente cerca de Londres como para haber oído muchas historias sobre los peligros que acechaban al otro lado de la puerta—. Tal vez pueda aprovechar lo que ha quedado de su pan negro —agregó sin entusiasmo.

Dunwort hizo una rápida inclinación y desapareció, deslizándose por la puerta trasera tan velozmente que ella se quedó sorprendida.

Katherine trató de comerse el pan negro, pero a pesar del hambre que tenía, no pudo morder la dura corteza. Así que, en lugar de sentarse a esperar con impaciencia el regreso de Dunwort, fue en busca de la baronesa.

Encontró a la mujer en el piso de arriba, en un salón que estaba frente a su habitación. Decorado en tonos azules y amarillo pálido, se notaba que, en otro tiempo, había sido una estancia acogedora, pero el deterioro era tan palpable como el de la habitación que le había sido asignada a Katherine. Los muebles estaban deslustrados y las cortinas raídas. Incluso el fuego crepitaba de manera extraña e irregular. La baronesa estaba sentada junto a la chimenea, envuelta en una manta gruesa, sosteniendo con fuerza entre sus manos un vaso de jerez, mientras observaba las llamas con expresión aburrida.

Quiero PecarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora