-Ayudé a mi padre desde muy joven. Mi presencia en la habitación de un enfermo era muy valorada. - Katherine desvió la mirada del rostro del vizconde mientras confesaba su mayor vergüenza-. Pero la verdad es, milord, que soy una chica muy desnaturalizada. No me gustan los niños. -Levantó la barbilla, intentado hacerse comprender-. No me resultan odiosos por norma general. Si se portan bien. Pero los niños siempre están corriendo por todos lados, rompiendo cosas que después hay que arreglar o haciendo ruido. Y cada vez que los reprendo, las madres se ponen furiosas conmigo. Pero realmente no entiendo cómo pueden dejar que sus pequeños se comporten tan mal. Sin embargo, lo hacen, y sólo de pensar que tendría que cuidar todo el día, todos los días, a los hijos de otra persona, que tendría que hacer que se porten bien cuando no tienen necesidad... - Katherine tragó saliva, impresionada por el horror de sus extraños sentimientos-. No podría hacerlo. Sencillamente, me resultaría insoportable.
El vizconde pareció percibir la amargura en el tono de Katherine porque enseguida frunció el ceño con preocupación.
-No es ningún pecado despreciar a los chiquillos gritones de otra persona. Eso no significa que seas una desnaturalizada.
Katherine bajó la vista hacia sus manos, aliviada al ver que el vizconde no se burlaba de su extraña naturaleza.
-Yo pensé -confesó sin pensarlo- que con un marido viejo la concepción de niños estaría descartada.
-Eres realmente sorprendente -dijo el vizconde en voz tan baja que Katherine lo miró preguntándose si se estaría burlando de ella. Pero no. De hecho, su expresión se había vuelto pensativa, con una cierta admiración-. Esa idea no está mal, aunque careces de información. Hay maneras de impedir la concepción con cualquier hombre, joven o viejo.
Mientras Katherine se quedaba totalmente confusa ante aquella actitud de aceptación del vizconde, éste extendió el brazo para tocarla. Acarició su mejilla con la punta de los dedos, pero a ella le pareció que la había rozado con un hierro candente.
Instintivamente, echó la cabeza, hacia atrás, y se habría alejado, pero él la agarró del brazo y la apretó con firmeza.-No huyas de mis caricias.
Sintió la mano del vizconde como un aro de acero alrededor de su brazo. Trató de zafarse, pero el hombre no aflojó la presión de sus dedos.
-Milord -exclamó Katherine -, me hace daño.
El vizconde continuó apretando, y ante sus ojos le dio la sensación de que se hacía más grande y era capaz de dominarla sin necesidad de moverse.
-Entonces no luches contra mí.
-¡Entonces no me toque! -exclamó Katherine. El vizconde se rió. El sonido no la tranquilizó.
-Te voy a tocar mucho -dijo el vizconde-. Quiero que entiendas una cosa, Katherine: no puedes huir de mí, ni alejarte, y ni siquiera levantar una mano para detenerme. Tienes mucho que aprender, y soy tu único maestro.
La muchacha lo miró con rabia mientras el corazón le palpitaba aceleradamente.
-¡Usted no es mi esposo! No tiene derecho...
-Al contrario -la interrumpió el vizconde con una voz apagada y amenazante. El forcejeo los había acercado lo suficiente para que ella pudiera sentir su cálido aliento sobre el rostro-. Es hora de que lleguemos a un acuerdo, Katherine -susurró-. Anoche tuve mucha paciencia. Hoy no.
Katherine tembló al escuchar las palabras del vizconde, aterrada ante sus métodos. Él no vociferaba como su padre. No pataleaba ni rompía cosas para llamar la atención. Al mirar el verde brillante de sus ojos, Katherine sintió verdadero horror. Mientras que su padre era como un martillo, enorme y brutal cuando lo desafiaban, el vizconde Crowell le recordaba a un bisturí. Quirúrgicamente preciso en todo lo que hacía, ella tuvo miedo de que pudiera hacer un corte mucho más profundo que el que habría podido hacer su padre.
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