Katherine sonrió al recordar el siguiente encuentro, porque, a diferencia del momento de su beso, esa vez ella había controlado la situación en todo momento, a pesar de parecer extraordinariamente delicada.
—Naturalmente, al principio se sentía un poco incómodo.
—Naturalmente —repitió el vizconde.
—Trató de decir algo, seguramente otra disculpa, pero lo interrumpí. Le dije que la culpa había sido mía por tropezar y caer sobre él, por decirlo de alguna manera. Lo ocurrido después, simplemente había sido producto de la sorpresa debido a las circunstancias adversas. Le recomendé que no pensáramos en aquel funesto asunto nunca más.
—¿Funesto asunto? —repitió el vizconde—. ¿Fue tan terrible?
—Oh, no —se apresuró a decir Katherine —. Es que era tan evidente que se sentía incómodo que para él sólo podía haber sido un asunto funesto. Especialmente cuando su esposa podría malinterpretar la situación.
La expresión sonriente que el vizconde había mantenido hasta entonces cambió repentinamente, volviéndose más seria.
—¿Está casado?
Katherine bajó los ojos, invadida por una sensación conocida en la que se mezclaba el entusiasmo y la vergüenza.
—Ya le he dicho que Tom es un hombre apasionado. Hace todo con gran vehemencia y, a menudo, sin pensar. Me dijo que deseaba viajar a África para convertir a los paganos, pero que su esposa no lo dejaba.
—¿Y eso te convenció de que era apasionado?
Katherine se mordió el labio, tratando, una vez más, de comprender sus sentimientos hacia el asistente de su padre.
—Lo admiro mucho, milord —dijo finalmente—. Tiene una educación exquisita y, a diferencia de muchos clérigos, es profundamente religioso y muy comprometido con Dios.
—¿Realmente piensas eso de un hombre casado que besa a la hija del párroco?
Katherine levantó la barbilla, pero no pudo mirarlo a los ojos.
—Yo me caí, milord. Y lo pillé desprevenido. Además, ya le he dicho que, a menudo, era impulsivo.
—No, Katherine —dijo el vizconde arrastrando las palabras—, no lo dijiste. Pero estoy empezando a entender por qué tuviste la audacia de escribirnos.
La muchacha lo miró fijamente al oír ese comentario mientras se preguntaba si el vizconde verdaderamente podía llegar a entenderla. Le resultaba imposible quedarse en la aldea que hasta entonces había sido su hogar. Y mucho menos con Tom siempre a su alrededor. Ni con los pensamientos que él le inspiraba, y los temores. Katherine tampoco deseaba vivir con su tío. Su vida no cambiaría en absoluto: la misma aldea pequeña, las mismas mujeres chismosas, las mismas restricciones para la hija del párroco hasta que sintiera ganas de gritar. Así que cuando vislumbró una mínima oportunidad de escapar, no lo pensó dos veces.
Mientras aquellos pensamientos se agolpaban en su mente, el vizconde estudiaba su expresión con detenimiento, haciéndola sentir incómoda. Cuando Katherine bajó la mirada, haciendo su mejor esfuerzo para parecer humilde, el vizconde le hizo otra pregunta.
—¿Y ése fue tu único beso?
Katherine asintió con la cabeza, incapaz de hablar de otras cosas: los encuentros aparentemente casuales, las visitas inesperadas de Tom en donde ella estaba trabajando y, lo peor de todo, las sospechas de su esposa, siempre vigilante.
—¿Volviste a hablar del asunto con Tom alguna vez?
Katherine negó con la cabeza con tanta vehemencia que casi se hizo daño.
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