Era bastante tarde cuando Katherine se despertó.
Al principio no sabía dónde estaba. Respiró profundamente, y cuando percibió el olor a ron de laurel, se dio cuenta al instante. Estaba en la cama de él. En la habitación del vizconde. Se estiró, tratando de relajar su tensa postura, y metió los dedos de los pies en lo más profundo de las pesadas mantas. Se sentía cansada y dolorida por haber dormido toda la noche hecha un ovillo, pero las sábanas del vizconde eran suaves y tibias y, sobre todo, le gustaba aquel aroma.El ron de laurel, decidió Katherine, era delicioso.
De la calle le llegó el griterío de un vendedor callejero. Al abrir los ojos, se dio cuenta de que ya era media mañana y recordó que había quedado de reunirse a las diez con la baronesa. No sabía para qué, pero estaba segura de que llegaría tarde.
Al salir de la cama, Katherine se sintió desconcertada al descubrir que su camisón colgaba abierto casi hasta la cintura. Se sonrojó violentamente al recordar la noche anterior. Juntó los extremos de la prenda y se la abrochó tan rápido como se lo permitieron sus temblorosos dedos. Aquella tarde tendría que quemarlo, pero, en aquel instante, sintió la urgente necesidad de abotonarlo hasta arriba.
Excepto que... sus manos se detuvieron en el último botón. Tenía que vestirse rápidamente. Debería desembarazarse de aquella prenda tan pronto como fuera posible. Pero ¿qué se pondría? Los escasos vestidos que tenía se encontraban en su habitación.
Katherine lanzó una mirada hacia el armario del vizconde. Incapaz de resistir la tentación, abrió las puertas y encontró un guardarropa cuidadosamente planchado: pantalones ajustados, pantalones anchos, chaquetas, camisas. Todo estaba en orden, pero había muchos menos trajes de los que ella esperaba. En realidad, Katherine pensaba que todos los nobles tenían los armarios repletos de ropa.
Ése había sido el caso de su padre. Pero su señoría sólo tenía lo esencial. Evidentemente, el vizconde estaba acostumbrado a economizar tanto como ella.
De repente, un ruido procedente de la casa la sobresaltó. De la cocina, sin duda. Lo que significaba que Dunwort, y probablemente la baronesa, ya estaban despiertos, esperándola. Tenía que vestirse. Pero no podía ponerse la ropa del vizconde.
Cerró el armario y se dirigió hacia la puerta que comunicaba con su habitación. Su ropa estaba allí. Y él también.
¿Se atrevería a entrar? ¿Mientras el vizconde dormía?
O aún peor, ¿estando despierto?Katherine se miró los pies desnudos. No le quedaba más remedio que entrar. No le parecía buena idea presentarse ante la baronesa con el camisón puesto. Sin embargo... Katherine dudó, al tiempo que la imagen del rostro del vizconde se deslizaba entre sus pensamientos. Anoche parecía tan... ¿qué?
¿Aterrador? Sí. Y no. Apremiante, quizás sería la palabra precisa. ¿Diferente?
Sacudió la cabeza, deseando poder pensar con claridad. Tenía que recuperar su ropa.
Mirando con disgusto hacia la puerta, finalmente tomó una decisión. Tenía que hacerlo. No le quedaba otra alternativa. Entraría tan sigilosa como un fantasma, agarraría la ropa y volvería de nuevo a la habitación del vizconde para vestirse. Podía hacerlo. Había caminado de puntillas en su propia casa docenas de veces, procurando no despertar a sus hermanos menores y, especialmente, a su padre. Esto sería igual.
Puso la mano en el pomo, quitó el cerrojo y abrió lentamente la puerta. Katherine sabía que las bisagras estaban bien engrasadas. Si no, ¿cómo podía entrar el vizconde en su habitación de manera tan silenciosa? Aquel sencillo pensamiento la animó a seguir adelante. Si él podía deslizarse en su alcoba sin que ella se diera cuenta, entonces ella también podría hacer lo mismo. Sin embargo, los nervios le fallaron cuando lo vio.
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