Capítulo III.

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  —Porque un hombre inteligente conoce el valor de pagar una sola vez en lugar de hacerlo en mensualidades, o a capricho de una mujer. De atar a él a una mujer durante el resto de su vida, suponiendo que sea la mujer correcta, en lugar de hacerlo por unos cuantos meses. De encontrar una esposa que lo cuidará con ternura en la vejez, en vez de abandonarlo para ir en busca de sus propios placeres.

—Pero usted no puede prometer eso...

—¡Por supuesto que puedo! —contestó el vizconde de manera tajante—. Porque lo harás, y porque ya lo he hecho antes y mi reputación depende de esa promesa. —El vizconde se acercó a ella hasta quedar muy juntos, de manera que Katherine pudo sentir su cálido aliento en la cara.

—Milord —dijo Katherine jadeando, preguntándose qué podía decir para hacerlo retroceder.

—¿Serás fiel a tu marido? —preguntó el vizconde—. ¿Lo complacerás por las noches, lo cuidarás en su vejez, aunque tenga cien años, manos frías y un aliento rancio?

Katherine parpadeó y se sorprendió al sentir las lágrimas que nublaban su visión.

—¿Lo harás, Katherine? —exigió el vizconde.

—¡Sí! —respondió ella sin aliento, sabiendo que aquélla era la respuesta que deseaba, siendo consciente, también, de que era la verdad. Fuese cual fuese la razón por la que se casara, ella no deshonraría al hombre con el que contrajera matrimonio—. No podría romper un voto hecho ante Dios —musitó.

El vizconde retrocedió y su cuerpo pareció relajarse de repente, adoptando una actitud casi amable. —Entonces creo que serás la mejor novia que he instruido hasta ahora. —Estiró la mano y le acarició muy alto.

Katherine se movió rápidamente hacia atrás y apartó el rostro.

—No entiendo... —comenzó a decir, pero él la interrumpió.

—Ya basta de preguntas. Todo es demasiado nuevo para ti. —De pronto, se dirigió hacia la puerta—. Ya habrá tiempo suficiente después de la evaluación inicial.

Aquello la dejó fría.

—¿Evaluación? —preguntó.

Pero él ya se había ido.

Durante casi una hora, Katherine permaneció sentada en la cama, aturdida, mirando las paredes. Finalmente, cansada de no hacer nada, deshizo su escaso equipaje y se detuvo en el centro de la habitación, mientras la cabeza le daba vueltas.

Tal vez debiera concentrarse en causar una buena impresión. Sabía que en muchas casas elegantes la gente se vestía para la cena, y a pesar de que aquélla no era, evidentemente, una casa elegante, se puso su mejor traje: un vestido gris perla con cuello de encaje. También trató de arreglarse un poco el cabello de color castaño rojizo, cepillándolo hasta que adquirió una apariencia brillante, mientras se lamentaba por no tenerlo más ondulado. No tenía cosméticos, de manera que se contentó con pellizcarse las mejillas para adquirir un poco de rubor.

Cuando finalizó, se aventuró escaleras abajo.

No había nadie a la vista. La escalera daba acceso a un corredor pobremente iluminado y tan desierto como el piso superior. A su izquierda había un solitario salón, cuya chimenea no había sido todavía encendida. Un poco más al fondo, encontró una biblioteca con escasos libros y un escritorio bastante deteriorado. Arrimada a la pared, una mesita auxiliar parecía esconderse. Pensó en gritar, pero sabía que sería de mala educación. Y tampoco deseaba perturbar aquel silencio sepulcral que rodeaba la casa. Así que se dedicó a seguir deambulando.

Al fondo, descubrió el comedor. Se trataba, con toda seguridad, de la mejor habitación de la casa. La mesa de caoba pulida era enorme; las sillas, altas y majestuosas, con gruesos cojines, y el mantel, de un blanco resplandeciente, estaba perfectamente almidonado.

Quiero PecarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora