Capítulo VII

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Elio Triks

Me moví entre las plantas tratando de ponerme de pie lo más rápido que pude, pero cuando me levanté todo a mi alrededor comenzó a dar vueltas y volví a caer por tratar de sostenerme de las hojas que tenía a mi alcance.

—Esto es humillante—intenté levantarme otra vez, pero al instante me invadió un gran cansancio que tiraba cada uno de mis músculos hacia abajo—. Carajo.

Con pasos torpes llegué hasta un árbol y apoyé mi espalda en el tronco para recuperar el equilibrio. La cantidad de humedad en el aire me sofocaba lentamente. Por más que tratara, no podía concentrarme, los olores eran muy intensos y mi peso era demasiado para mis pies. Llevé mis manos a mi nuca y tiré la tela con fuerza arrancando los botones para liberar mi cuello. Di grandes bocanadas, casi con desesperación, deseando que mis pulmones se llenaran de oxígeno, pero la presión en mi pecho aumentó.

El aire no era tóxico, al menos eso nos habían dicho.

Me quedé un momento mirando las inmensas copas de los árboles que se extendían hasta las nubes grises que opacaban el cielo. Mi vista comenzó a nublarse, y cuando ya no tuve la suficiente fuerza para sostenerme, dejé que mi cuerpo se deslizara hasta quedarme sentado.

Creí que iba a desmayarme en cualquier momento hasta que una gota fría cayó en mi cabeza haciéndome abrir los ojos y ver con claridad aquella mirada apagada que tenía sobre mí. Su palma estaba tibia sobre mi frente mientras una expresión de preocupación asomaba por su rostro. Todos los pensamientos inútiles que punzaban en mi cabeza ya no estaban ahí, y me sentí bien por un momento.

—Respira conmigo, vamos—alentó con un tono firme.

Le hice caso porque no quería que se apartara. Inhalé y exhalé al mismo ritmo que él, hasta que logré tranquilizarme. En la cuarta exhalación, el aire comenzó a filtrarse entre los árboles haciéndolos balancearse con suavidad, y me sentí más liviano. Sonreí mientras la brisa acariciaba mi rostro y despeinaba levemente al virginiano que miraba hacia arriba, tal vez pensando por qué de repente comenzó a soplar el viento. ¿Tendrá idea de que yo lo estaba provocando?

—¿No te causa gracia? —pregunté queriendo comenzar una conversación.

—¿Qué cosa?

—Nos mandaron a morir en este horrible lugar y nosotros nos tiramos de cabeza.

—Cuando te sientas mejor, levántate—ordenó antes de levantarse e irse. Así que iba a fingir que no sabía nada—. No estamos lejos.

—Espérame—pedí—. No me dejes solo.

—Todos estamos solos aquí, así que acostúmbrate.

No se detuvo a dirigirme ni una sola mirada y siguió de largo.

—Recién llegamos, ¿y tú ya te acostumbraste? —no respondió, a pesar de que era capaz de escucharme a la distancia en que se encontraba. — Ahora estoy hablando solo.

—Eso fue bastante incómodo de ver.

El ariano se acercó hasta donde me encontraba y, antes de que pudiera pedirlo, me tiró de las muñecas hacia él y pasó uno de mis brazos alrededor de su hombro para cargar con parte de mi peso.

—¿Di mucha pena?

—Bastante—dijo mientras me ayudaba a caminar sin que pareciera un gran esfuerzo para él. Aunque con el tamaño de sus brazos dudaba que algo le resultara pesado—Pero deberías saber que los virginianos no son muy conocidos por su empatía.

—Necesitaba comprobarlo.

Fuimos por el mismo camino que tomó el virginiano y no había mentido, no estábamos tan lejos del lugar donde se estaba reuniendo la mayoría. Sin pensarlo, bajé la vista solo para comprobar que el estado de mi ropa era un asco; casi todas mis prendas estaban húmedas y manchadas de un verde mugroso. A medida que nos acercábamos, intenté sacarme de un tirón las molestas ramas que se habían enganchado en mi camisa, pero solo logré que él encaje se desgarrara todavía más dejando pequeños agujeros en su lugar. Bueno, lo intenté.

Hijos del Zodiaco (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora