Prólogo

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Lucero no podía creer aquello, parecía un terrible sueño, una pesadilla. Pero no, de las pesadillas se podía despertar. De aquello, de aquello no. Se giró lentamente, se vio en el espejo del ascensor y una lágrima se escapó antes de que pudiera detenerla, no le gustaba ver la imagen que se reflejaba en aquel espejo. Su camisa rota, su falda desgarrada, sus labios rotos, su cara que en otros momentos había estado totalmente hermosa, tersa, suave, y maquillada, ahora estaba... Llena de moretones, moretones por aquí, moretones por allá, un ojo cerrado a causa de la inflamación. No podía seguir viendo aquello, así que bajó su mirada hacia el suelo, sólo para darse cuenta de que no tenía zapatos, sus pies estaban descalzos, llenos de la suciedad de la calle y de algunas gotas de sangre.

El ascensor se abrió en el piso cinco, su piso. Salió como pudo, cojeando y tratando de tapar algo de piel con las tiras de lo que en un pasado, habían sido una camisa. Estaba ya frente a la puerta de su apartamento, cuando sus piernas no pudieron sostener su peso. No sabía si no podían sostener su peso físico o el peso de todo el dolor que cargaba en el alma. Terminó en el suelo, sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas, sus brazos no respondían para tratar de limpiarlas y así facilitar la visión, no supo cómo, pero logró sacar las llaves de su apartamento del bolso, sus lágrimas seguían acumulándose en sus ojos, por lo que no podía distinguir cuál era la llave que necesitaba en esos momentos, comenzó a tantear, a tratar de adivinar. Hasta que lo consiguió, la llave entró, giró y logró abrir la puerta. Entró a su apartamento a rastras, con las pocas fuerzas que le quedaban, cerró la puerta, agradeció mentalmente que su media hermana estuviera de viaje, se quedó en el suelo y comenzó a llorar. Cerró los ojos. Los cerró y comenzó a ver la cara de Enrique, la cara de diversión, la cara de cinismo, de burla, de superioridad, escuchó sus carcajadas. Carcajadas burlonas, cínicas. Podía ver la diversión en sus ojos, en aquellos ojos que en un pasado la habían mirado con adoración e incluso con... ¿Amor? No, Enrique jamás pudo haberla mirado con amor, si en verdad la amara jamás le habría hecho aquello.

Pasó sus manos por sus brazos, sus brazos llenos de moretones, de sangre, de rasguños. Todavía sentía las manos de Enrique recorriendo su cuerpo. Sus asquerosas manos tocándolo todo, dando un recorrido como turista emocionado en la ciudad que visita, tocando lo que ningún otro hombre había tocado y lo que ella hubiera deseado, lo hubiera tocado un hombre que en verdad la amara, un hombre delicado y que en vez de golpes, de toques rudos, rústicos y dolorosos, fueran caricias, caricias de amor, caricias delicadas, caricias cargadas de inmensa ternura.

Sentía el asqueroso aliento de Enrique cerca de su oído, diciéndole un montón de burlas, de obscenidades, sentía sus manos atadas por encima de su cabeza. Sentía cómo su camisa empezaba a rasgarse, podía escuchar sus gritos y podía sentir cómo Enrique le pegaba para que se callara, escuchaba sus insultos, escuchaba...

"¡Quédate quieta! ¡Tú has buscado esto! Maldición, te deseo tanto."

Abrió los ojos. Sólo para asegurarse de que se encontraba en la seguridad de su apartamento y no en el despacho del que había sido su prometido. Sentía asco, se sentía sucia, asquerosa, usada, humillada. Todos aquellos adjetivos que pudieran describir tanto dolor. Sentía que todo su mundo se derrumbaba, que ya nada tenía sentido.

Intentó colocarse de pie, pero sus piernas seguían sin responder por lo que comenzó a arrastrase. No le dolía. Por lo menos físicamente ya nada le dolía, ya nada podía lastimarla más, ya nada podría dolerle más que aquello, nada podría provocarle un solo moretón más en su cuerpo, porque simplemente, ya no cabían más. El dolor que sentía, iba más allá de lo físico, ese dolor ya estaba anestesiado, sentía un dolor profundo; el dolor de su alma, el dolor del corazón, ese dolor intenso, ese dolor que te quema por dentro, que te destruye y que no se cura con un par de analgésicos, ese dolor que se incrementa cada vez más y más.

Sacó fuerzas de donde no tenía para colocarse de pie, lo suficiente para entrar a la ducha y abrir el grifo de agua fría. Cayó al suelo de la regadera, se sentó y pegó a la pared, con las rodillas a la altura del pecho mientras el agua fría comenzaba a caer sobre ella. La suciedad física se iba a ir con un buen baño; pero no la que sentía en su interior, lo más probable era que jamás se fuera, que jamás desapareciera, que pasara el resto de sus días con esa sensación de asco.

El sonido del agua cayendo sobre el suelo comenzó a opacar los sollozos de Lucero que cada vez eran más fuertes, estaba llorando como no lo había hecho nunca, estaba llorando como no lo había hecho en trece años exactamente.


Las Heridas Del PasadoWhere stories live. Discover now