Capítulo treintaidós

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Fernando estaba feliz. 

Feliz porque al parecer Enrique era un imbécil.

Al enviarle el mensaje a Anielska, dio a conocer su ubicación. Él llamó a uno de sus amigos más íntimos que laboraba en la estación de policía. Después de unos minutos de conducir por la autopista, Augusto lo recibió en la estación. Juntos fueron a una sala especial, en donde tenían un montón de equipos, él habló con otro de sus amigos y en un minuto, tenían la ubicación de Lucero y su secuestrador.

**

¿Cómo se había metido en eso? Quizá lo mejor habría sido quedarse allí y dejar que Enrique hiciese con ella lo que quisiese.

Pero no, ella tenía que estar de terca.

Después de semejante esfuerzo que había hecho, después de desangrarse prácticamente, después de todo, el secuaz de Enrique había logrado verla. Lucero apenas y había tenido fuerzas para colocarse de pie y comenzar a correr, mientras escuchaba cómo el hombre gritaba pidiendo refuerzos.

Y allí estaba ella, corriendo o mejor dicho, cojeando en pleno bosque, tratando de esconderse. Al principio había salido corriendo como alma que lleva el diablo, pero a medida que aquella actividad se intensificaba, sentía cómo sus fuerzas se iban agotando.

Escuchaba cómo sus pies rompían las hojas secas y pequeñas ramas que se encontraban por allí. Sentía un ardor increíble, sentía que con cada paso se clavaba pequeñas piedritas en sus pies. Frenó un momento, apoyándose en un árbol que había allí, inclinándose hacia adelante. Se sentía mareada, sentía que todo estaba comenzando a darle vueltas. Quizá tenía que descansar, quizá...

¡Búscala! –Escuchó a lo lejos. Dándose cuenta de que no podía detenerse.

Se secó el sudor de la frente. Podía escuchar su agitada y pesada respiración, se escuchaba jadear a ella misma. Pero era un sonido algo distante. Se sentía ausente, como si su cuerpo ya no tuviese alma. Sacó fuerza de donde no tenía, comenzando a correr de nuevo. Soltó un gemido al sentir cómo el piso desaparecía, perdía el equilibrio y caía.

Comenzó a rodar, golpeándose con rocas, ramas y hojas. Solo logró alcanzar a cubrirse el rostro con las manos. Después de unos cuantos segundos, su cuerpo se detuvo, quedó boca arriba. Sus manos comenzaron a bajar, el sol impactó con sus ojos, ella los cerró fuertemente para protegerse. Sentía su cuerpo adolorido, sentía que cada hueso estaba fracturado, que cada músculo estaba desgarrado. Se incorporó un poco, agarrándose la costilla al sentir un dolor increíble, comenzando a llorar al darse cuenta de que quizá aquellos eran sus últimos segundos de vida. Intentó colocarse de pie, dándose cuenta de que uno de sus tobillos no la sostenía, por lo que comenzó a arrastrase hasta la sombra de un árbol. Se recostó allí, descansando unos minutos para luego aferrarse a su tronco, mientras se colocaba de pie, evitando apoyar el tobillo herido.

Si iba a morir, tenía que hacerlo dignamente. Moriría dando batalla, luchando. No esperando bajo un árbol.

Trató de cojear lo más rápido posible. Paró en seco en el medio de aquel bosque, tratando de afinar el oído, tratando de escuchar si alguien estaba cerca o no, pero sólo logró escuchar el ritmo acelerado y entrecortado de su respiración. Al parecer los había perdido... O eso creía, pero en un

abrir y cerrar de ojos, tenía Enrique a su lado.

–Hola, preciosa.

–No. –Trató de correr, estúpidamente, porque ya Enrique la tenía agarrada.

Las Heridas Del PasadoWhere stories live. Discover now