Parte 1.

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El gran terreno de Salamina es muy ardiente por las fuertes temperaturas que en ella se dan diariamente, es tiempo de siembra y cosechas de diferentes productos agrícolas como también el cambio del ganado a tierras más aptas para su alimentación y para protegerla de las próximas lluvias, que se asoman amenazantes en los grandes nubarrones oscuros que se divisa en amplio cielo; el calor abrumador hace que la faena sea aún más extenuante y fatigosa, para los trabajadores en los diferentes ranchos de la región.

El sol arreciaba con gran fuerza aun siendo muy temprano en esa mañana; el calor que está haciendo es infernal, desde la ventana de su habitación la joven Jessica mira el gran potrero al cual debe ir a revisar, pero el calor la tiene muy abrumada, ya tiene pegada la camisa a sus lomos debido al sudor, y eso que todavía se encuentra en su habitación terminando de tejer su larga cabellera en una trenza. Se encuentra incomoda no solo por el calor sino por los dolores abdominales de la visita mensual de la gran amiga de las mujeres, y esto no la tiene de muy buen humor.

Tomó su sombrero y lo caló, siempre antes de salir de la casa grande lo utiliza para protección del sol, este deja ver la larga trenza que cae sobre su hombro, destellando un esplendoroso brillo azabache, sus vaqueros roídos en la altura de sus rodillas y la camisa a cuadros anudada en el centro, pues esta es demasiado grande para ella, deja ver la pequeña cintura de la joven y el abdomen plano. La vestimenta le da una impresión de mujer rústica, lo cual a ella nunca le ha incomodado, por el contrario, piensa que era mejor para así mantener a los hombres a raya, lo que hacía por gusto propio.

Bajó a la sala que abarca una considerable extensión del gran rancho ganadero propiedad de los Alcázar, reconocidos jinetes de bravos corceles y toros.

— ¿Ya te vas? — preguntó el hombre curtido por el sol, mientras arqueaba una ceja de manera interrogante al verle el rostro agrio. Una cualidad muy particular de su adorada potranca — Ten cuidado, Por favor.

Los ojos de la joven brillaron belicosos.

— Ah, papá ¿Hasta cuándo vas a dejar de molestarme? — dijo molesta e irritada por el calor y los calambres abdominales — porque me pasó eso una vez, no significa que lo vuelva hacer, lo creas o no, aprendí la lección.

El padre torció la boca, ella parecía dispuesta a saltarle a la yugular, como era de costumbre.

— No, eso espero — masculló el hombre por lo bajo, molestando aún más a la joven— dejar abierto el portillo y que se salieran las vacas preñadas a la carretera — murmuró el hombre de manera sarcástica — se hubiera provocado un accidente por tu necedad y por los pelos no nos multaron — golpeó los brazos de la silla de ruedas donde estaba sentado — ¡Si no fuera por esta maldita silla!

Ella lo miro detenidamente, adoraba a ese recio vaquero, pero no le iba a demostrar ninguna debilidad. Eso seria lo último que ella haría por él, mostrarse compasiva.

— No sé porque tienes que maldecir — dijo ella mientras se golpea con la fusta en pierna despreocupadamente — Yo doy gracias, que al menos estas con vida. Aun aquel recuerdo a la joven la hacía estremecer de dolor y angustia.

— ¡Vida! ¿A esto se le puede llamar vida? — grito ahogándose en su propia amargura e impotencia.

Don Javier Alcázar, después de la caída de uno de sus broncos quedo paralizado desde la cintura hacia abajo, por la ruptura de una vértebra, este accidente lo dejo para siempre en una silla de ruedas.

Ella apretó los labios para contener su ira y su dolor al verlo así. Lo amaba tanto que le dolía ver en lo que su padre se había convertido.

— Si apa, y yo agradezco mucho a Dios, por ese milagro, aun te tengo — ella giro la mirada como buscándola salida. No le gustaba ver a su padre caer en depresión por su imposibilidad.

Mi ángel, mi mujer  Serie Salamina Nº 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora