IV - Lo que se rompe ya no es igual

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Tan pronto salió del colegio y alcanzó una distancia prudencial, lejos de cualquier alumno, Ariel se detuvo; buscó en su mochila el cuaderno, tomó la nota nueva y al fin pudo leerla:

«Ariel:

»Si nos encontramos en algún sitio donde nadie nos vea, ¿me darías un besito?»

Al igual que las anteriores no decía nada más y por sus características, mismo papel y misma tinta, no había duda de que provenía del mismo origen. Ahora no podía concluir otra cosa que no fuera que el autor de las notas era un chico. Aunque no sonaba tan seco como en las anteriores, todavía lo encontraba un poco tosco, pero lo del «besito» le sonó tierno e incluso algo romántico. La desconfianza iba cediendo, quizás porque al ser la tercera nota en tan poco tiempo, empezaba a sentir una cierta, aunque muy pequeña, familiaridad. El temor y el nerviosismo, por el contrario, no cedían, pero sentía que iban cambiando de causa: ahora parecían más nacer de la expectativa que de la desconfianza.

Al llegar a su casa, se cambió, tomó su libro y se fue para el parque a sentarse bajo su sauce compañero. Estaba leyendo un poemario de Jaime Gil de Biedma, pero no se podía concentrar. Sin querer ni proponérselo, las misteriosas notas estaban empezando a hacer su mágico efecto: en el lienzo blanco que era su vida hasta ese momento, comenzaban a aparecer sutiles formas y tenues colores; en la tierra oscura que era su corazón hasta ese momento, había una semilla que pujaba por germinar. Una y otra vez, con la vista fija siempre en la misma página del poemario, su mente se disparaba en la búsqueda de su enamorado ignoto y no podía evitar que ese chico sin rostro fuera perdiendo su anonimato para adquirir la forma de César, su César.

Ariel sonrió y sacudió su cabeza como para desprender pensamientos que, a pesar de la ilusión, sabía carentes de fundamento. Sabía que no era igual a los demás, que a él le gustaban los chicos, aunque no sabía cómo ni por qué se había enamorado de César. Quizás por ser tan guapo, quizás por ser tan varonil, quizás por ser tan inaccesible... Pero no sabía cómo debe comportarse un chico al que le gusten los chicos; cómo comportarse correctamente, hay que aclarar, pues en el colegio había un par que no disimulaban para nada sus preferencias y eso lo manifestaban actuando como las demás chicas, faltándoles sólo usar faldas y el cabello recogido en coletas con grandes cintas rosadas para sujetarlas. Él no quería ser así y de hecho no lo era. Viéndolo con objetividad era un chico más; actuaba y se comportaba en forma varonil aunque no participara en los deportes, bromas y majaderías que caracterizaban a los adolescentes varones de su edad y que era una forma convencional de la cultura no escrita del colegio. Pensó que esa misma actitud provocaría que los otros chicos lo consideraran en forma equivocada y por lo tanto, ninguno pensaría en conquistarlo. Podrían pensar que a él, aunque fuera diferente, también le gustarían las chicas y por lo tanto, sería inútil cualquier avance. ¿Cómo hacer para evitar eso y al mismo tiempo no ponerse en evidencia? Esa era una pregunta que tenía una única respuesta: Nada. Pensaba que no había forma de resolver esa contradicción. Si quisiera dejar la impresión de que estaba disponible para que lo conquistaran, tenía que ponerse, de alguna manera, en evidencia; nadie compraría un muñeco, por más lindo y tierno que fuera, si estaba escondido en un armario en el rincón más oculto y apartado de la tienda. Para ampliar las probabilidades de que algún chico lo comprara, debería salir del baúl y ponerse en la vitrina, en una amplia ventana frente a la calle, de forma tal que cuando pasara el feliz comprador, pudiera verlo y apreciarlo y con eso decidiera entrar y pedirlo envuelto para regalo, llevarlo a su casa, desenvolverlo con todo cariño y ponerlo sobre su cama como si fuera uno de esos ositos de peluche que resultan ser los mejores amigos y compañeros, el muñequito con el que ese hermoso chico durmiera todas las noches abrazado, el muñequito a quien le contara todos sus sueños, ilusiones y esperanzas, el muñequito amado... amado y cuidado y protegido como si fuera el más valioso de los tesoros.

Ese pensamiento volvió a originarle otra sonrisa pero que tampoco duró mucho. El problema seguía allí: no podría, bajo ningún concepto, ponerse en la vitrina. Eso estaba fuera de toda discusión. Volvió a sacudir su cabeza para desprender estos otros pensamientos también. Si no daba alguna señal de estar disponible, nunca conseguiría a un chico como su compañero y amante; si no daba alguna evidencia que pudiera alimentar el interés o la atención de su César, nunca podría llegar a tenerlo. Y sacudió su cabeza nuevamente. Sentía como si sus pensamientos fueran pesadas hojas secas en las ramas de sus cabellos y que al sacudirlos, podría desprenderlas y que cayeran al césped verde y silencioso, sabiendo que los pastos no podrían censurarlo, juzgarlo o condenarlo.

De todas maneras, César no podría corresponderle en ese amor que lo consumía; así que tampoco tenía caso darle a él, precisamente a él, ninguna muestra de ese mismo amor. Pero ahora, justo ahora, habían aparecido las notas misteriosas. Y pensó que, sin haberse puesto en evidencia, alguien se había fijado en él y que el chico anónimo quizás estuviera en su misma situación: no sabía qué hacer. Sin embargo, sin presentarse en la vitrina, bajo las luces intensas y hermosos decorados, ese chico decidió dar un paso adelante y mostrar una señal: las notas. En eso, sacó la conclusión de que ese chico, a pesar de todo, había demostrado valor al escribirlas y entregarlas. Lo del anonimato no lo juzgó, en principio, como cobardía sino como prudencia; lo importante era que, a pesar de que quien sabe cuánto habría luchado consigo mismo, había decidido y hecho, dar el paso. Ante eso, esta vez, no sacudió su cabeza.

Ese pensamiento le provocó una oleada de sentimientos encontrados; por un lado, le dio una cierta tranquilidad: había un chico que, por su valor al declararse, era capaz de romper su soledad y su necesidad de ser amado; pero por otro, le provocó una ansiedad a la que no estaba acostumbrado: la de la expectativa, la de la ilusión, la del romance. «Pero, ¿y si el chico no es César?», pensó; «Definitivamente no debe serlo. Nada hay que pudiera indicar que sea él. Entonces... ¿qué debo hacer? No debería darle ninguna esperanza a ese pobre chico que me ha escrito si yo estoy enamorado de otro, aunque con eso pierda, quizás, la única oportunidad que la vida me dé para encontrar compañero.» Con ese pensamiento, dio otro gran y profundo suspiro.

Al notar que hacía largo rato que no leía y que incluso sobre las páginas del libro se habían depositado un par de hojitas secas, decidió continuar leyendo aunque no quitó las hojas, las conservaría allí mismo, en esas páginas como recordatorio de esos pensamientos y de ese momento en particular. Pasó la página y llegó a un poema nuevo; y lo leyó: era «Pandémica y Celeste». Lo releyó tomándose su tiempo, haciendo largas pausas e imaginando la escena, donde César y él, hablarían de hombre a hombre; donde él podría decirle que no sólo lo deseaba por buscar un orgasmo excitante sino y principalmente, el dulce amor; decirle que él también sabía sobre el amor por haber estado tanto tiempo solo, aunque no se hubiera acostado con cuatrocientos cuerpos diferentes, como decía el poema... decirle finalmente que lo amaba, lo necesitaba, lo deseaba y que se enfermaba de amor con sólo verlo de lejos, que agonizaría en sus labios ante su primer beso y moriría en sus brazos cuando le hiciera el amor. Todo eso querría decirle si pudieran, una noche, hablar de hombre a hombre, como dijo el poeta.

«¿Por qué el destino querría jugarme una tan mala pasada?», pensó; «¿Por qué recibir unas notas que hacen que mi corazón, a pesar de la seguridad de mi amor por César, comience a dudar? ¿Por qué el destino se empeñó en enfrentarme a algo que, a los quince años, ningún chico debería enfrentar? ¿Por qué tener que dudar entre un sueño maravilloso y una realidad al alcance de la mano, entre una ilusión celestial y una esperanza terrena, entre el amor idealizado y el amor concreto plasmado en aquellas simples palabras: "Me gustas mucho y es en serio"?»

En ese momento, cerró el libro, miró a lo lejos, sobre el lago y más allá y sintió un escalofrío; sintió que algo se rompió en su interior. Levantó sus ojos a los lánguidos flecos verdes de su querido sauce y le dijo en voz baja, como en un secreto íntimo entre ambos:

—Lamento informarte que hoy, recién hoy, he dejado de ser un niño.

EL BESO BAJO EL SAUCEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora