XVIII - Hablando se entiende la gente... ¿o no?

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Alfonso decidió no insistir en la discusión y César parecía satisfecho con dejar sus comentarios flotando; pero Ariel se debatía con sus sentimientos encontrados. Allí estaba César de nuevo, al alcance de su mano, podía hablarle podría decirle de una vez por todas cuánto lo amaba y que moriría por él si fuera necesario; ese mismo César que se había enamorado de alguna chica que, sin duda, sería tan excepcional como él: tremendamente hermosa y probablemente muy inteligente. Había sacado la conclusión lógica que lo mejor era abandonar toda esperanza y olvidarse de él, pero, ¿cómo? «El amor no es como una camiseta que uno se la saca y ya», pensaba. Y para peor, suponiéndose que una de las cosas que deberían ayudar para el olvido es la ausencia, en lugar de no verlo, no saber nada de él, ahora lo tenía sentado a su lado. «¿Habría sido Alfonso tan mañoso no sólo para haber planeado ese encuentro sorpresivo sino y también para ingeniárselas para que César se sentara a mi lado?»; seguía pensando; «Pero el mismo César bien podría haberse sentado dejando a Alfonso en el medio. ¿Por qué pasó por enfrente de nosotros y se sentó a mi lado? ¿Será eso también parte del plan de Alfonso?» Y recordó la recriminación que le había hecho Alfonso cuando le contó lo del gimnasio, cuando le preguntó si no se le había insinuado, si no le había mandado algún mensaje para demostrarle su interés. «¿Pretenderá que ahora lo haga? ¿Para eso planeó todo esto? ¿Quiere darme la oportunidad de que le pueda mandar a César ese "mensaje"?»; continuó con sus pensamientos.

Ariel salió de su ensimismamiento al escuchar los ruidos y ver los movimientos de la gente a su alrededor: la primera carrera había terminado.

—Es un bicho, ese 57. No creí que fuera a rebasar al puntero casi al final —dijo Alfonso comentando lo que acababan de ver.

—Cierto —dijo César—. No gana el que corre más sino el que llega primero.

—Así es, macho; y así es en la vida también. Por cierto, vi el estatus que pusiste en Facebook, tío; fue un ladrillazo.

—De eso se trataba —afirmó César.

—Y me asombró.

—No veo por qué.

—Eh... no sé...

—¿Me crees una persona que no es capaz de enamorarse?

—No, viejo, jamás... más bien me extrañó que lo hicieras público y con semejante pedrada.

—Yo soy así. Y no lo puse tanto por espantar a la gente indeseable, como para que quedara constancia del momento.

—¿Y se puede saber de quién?

—Se puede, pero no voy a decírtelo. No es asunto tuyo.

—¡Joder, macho! Entonces, ¿para qué pones eso y lo haces público? No me vas a decir que no esperabas que medio mundo esté especulando y se muera de la curiosidad. Supongo que estarás consciente de que eres el chico más deseado de todo el colegio y...

—Estoy consciente de eso, aunque no entiendo por qué —lo interrumpió César—. No tengo nada del otro mundo como para que eso suceda. No entiendo en qué piensa la gente para que yo les parezca como un premio. Y te digo que es algo muy molesto.

—¡Joder, tío! Eso lo dices tú, porque los demás nos moriríamos por ser así de pretendidos.

—Quizás no lo seas en tanta cantidad como yo, pero no te engañes. En ese asunto no importa la cantidad sino la calidad. Es mejor ser pretendido por una persona sola, que valga la pena, que por un montón de gente que no sabe valorar.

—Eso es cierto, pero de todas formas, a mí no me pretende nadie —dijo Alfonso y se inclinó a mirar a Ariel—. A mí nadie me quiere —agregó poniendo un tono especial en esa frase.

EL BESO BAJO EL SAUCEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora