XIII - Un almuerzo accidentado

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Sin esperar respuesta César pasó por sobre el largo banco y se sentó junto a Ariel. Alfonso seguía estupefacto pues creía que era imposible que César no hubiera oído que estaban hablando de él y por lo tanto, todo se hubiera descubierto. Ariel, por su parte, temblaba como un conejo pues además de pensar lo mismo, tenía a César sentado a escasos centímetros y sentía que eso era algo que no podría soportar por mucho rato.

—Buen provecho —dijo César de la forma más natural.

—¿Eh? ¡Oh, sí, sí... buen provecho! —correspondió Alfonso.

—¿Cuidando la línea? —preguntó César a Ariel al ver su bandeja con su comida.

Ariel no sabía qué decir. De todas formas, los músculos de su garganta y particularmente su lengua, se negaban a reaccionar. En realidad, ninguno de los músculos de su cuerpo parecían responder a su cerebro que de por sí, enviaba un caos de señales eléctricas a través de sus nervios en cortocircuito.

—Apuesto a que ese montón de arroz te lo puso doña Cata antes de que pudieras impedírselo —dijo César riendo y refiriéndose a la vieja mujer que servía la comida—. Según ella, el arroz es la única sustancia alimenticia.

Ambos chicos seguían en silencio: Alfonso mirando a César a la espera de que dijera algo sobre lo que sin lugar a dudas debió haber oído y Ariel simplemente porque seguía rígido como una momia.

—¿Qué? ¿No van a comer? —preguntó César para continuar rompiendo ese incómodo silencio.

—¿Eh? ¡Oh... sí... sí...! —dijo Alfonso intentando volver a la normalidad— Come, Ariel, porque se te va a enfriar la ensalada —continuó y al instante se dio cuenta de la estupidez que acababa de decir. Pero Ariel seguía sin conectarse.

César giró un poco su cabeza para mirarlo y sonrió.

—Parece que hubieras visto un fantasma, Ariel —le dijo—; y uno bien feo, tanto como para quitarte el apetito.

—¿Cómo? —Ariel escuchó que esa pregunta salió de su boca como si su garganta tuviera voluntad propia.

—Me alegro de que no te castigaran —le dijo César—. Alfonso me contó lo que pasó en el entrenamiento.

—¿Qué? —continuó la autónoma e independiente garganta de Ariel.

—Que me alegro de que no te castigaran. Te había dicho que no te metieras en problemas, pero veo que los problemas vienen a ti... eso es algo que habrá que arreglar —le contestó como si Ariel hubiera preguntado conscientemente—. Pero, en fin; volviendo al tema, ¿cuál de los dos se está muriendo por alguien?

—¿Eh? —Le tocó el turno ahora a Alfonso pues él fue quien había dicho tal cosa.

—No creo que estén hablando de personas ausentes; no creo que ustedes sean de chismes, así que supongo que estarían hablando de alguno de ustedes dos.

—¿Eh? —volvió Alfonso sintiendo que ahora era él quien entraba en el colapso eléctrico.

—Está bien. Lamento haber interrumpido la conversación que parece no quieren continuar en mi presencia. Sólo quería ser amable y no estar sentado aquí sólo comiendo como si ustedes no existieran.

—Perdón, César —pudo articular al fin Alfonso—. Es que... no estamos acostumbrados a que... un chico como tú... de cuarto año, digo, se rebaje a comer con nosotros la plebe de tercero.

—Eso me lo puedo imaginar, pero yo no soy como los otros. Entonces, si no quieren hablar de romances, hablemos de otra cosa... aunque no les niego que me dio curiosidad.

EL BESO BAJO EL SAUCEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora