XII - La confesión

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Ya en el aula, Ariel se debatía entre dos opciones terribles: una, si preguntarle a Alfonso qué había hablado con César; y otra, no hacerlo; y si lo hacía, entonces cuál sería la mejor manera de preguntarlo. Tan pronto como le fue posible, y como no podía ser de otra manera, lo hizo:

—Fonsi... Vi que estabas hablando con ese chico de la selección de fútbol.

—¿Con César? ¡Ah! Sí, claro; ¿por qué?

—Eh... no, por nada.

—No, Ariel, por nada, no; por algo me lo estás comentando.

—Es que no sabía que fueran amigos.

—Y no lo somos. Lo conozco sólo porque, ¿quién no conoce al crack de la selección de fútbol 5 y al chico por quien suspira más de la mitad del colegio? ¡Oh! Espera, espera... ya veo... —cambió Alfonso totalmente el tono de voz y su actitud, y asumiendo un aspecto de cómplice o conspirador le preguntó:

—Eh... Tú debes formar parte de esa mitad... ¿no? ¿Qué? ¿Ese chico te tiene a mal traer?

—¿Eh?

—Sí, sí... ¿acaso te gusta tanto como para preguntarme sobre él?

—¡Oh, no, no! Fonsi; yo sólo...

—¡Joder, Ariel! Ya vas a mentirme de nuevo... Sí que te pones pesado, tío. Cualquier chica disfruta como loca hablando de sus amorcitos ocultos y tú, tú... como un necio, te emperras en seguir encerrado en la concha incluso conmigo, ahora que tenemos las cuentas claras. Como un mejillón, ¡joder! Pues bien, si así lo quieres, no te diré nada de lo que hablé, ni hablo ni hablaré con César.

—¿Eh? ¡Fonsi!

—Me acabas de decir que no tienes ningún interés, así que ¿para qué te voy a contar nada? Eso es un asunto entre él y yo.

Ariel se sintió entre la espada y la pared. Alfonso estaba dando en el clavo sin dudarlo y sin embargo, seguía resistiéndose a verbalizar sus sentimientos.

—Está bien, Fonsi. Al almuerzo te contaré todo, pero debes prometerme que no le dirás nada a nadie ni luego utilizarás eso en mi contra.

—Pero, ¿qué clase de tío crees que soy, viejo? No tengo que prometerte nada porque yo no soy ningún chismoso y menos querría hacerte un daño, tío. ¡Joder, sí que eres paranoico! Contigo voy entendiendo mejor a mi hermano que tiene cada cosa que a veces dan ganas de matarlo.

—Bueno, perdona, pero aunque no lo creas, me da mucho miedo.

—Lo sé, lo sé; perdona. También debes entender que no es fácil para mí ponerme en tu sitio, así que hagamos una promesa recíproca: Yo te prometo absoluta discreción y tú prométeme absoluta paciencia.

—¿Paciencia?

—Sí, viejo, paciencia; porque sería mucho más fácil si yo fuera como tú; de esa forma, la mayor parte de las cosas no tendrías ni que decírmelas.

—¡Oh! Está bien, prometido.

—Vale... Pero... luego, en el almuerzo, ¿me contarás también sobre el papel que se dejó el Director?

—Sí.

—Y, ¿me dejarás leer ese otro que tienes bajo el pupitre?

—¿Qué? ¿Cuál?

—Ese. ¿No te habías dado cuenta? —le dijo señalándolo apenas con un gesto de su cabeza.

Ariel se inclinó para ver en el estante y efectivamente había otra nota. Como Alfonso se sentaba detrás de él, tenía una perspectiva mejor para ver en el estante sin necesidad de inclinarse como debía hacer Ariel. Con cuidado tomó la nota y la leyó:

EL BESO BAJO EL SAUCEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora