Si perderme en tus ojos era delito; entonces, yo era la más cobarde ladrona, porque por ende, me escondía en tus ojos mas nadie me encontraría jamás.
Me perdía en tus ojos, llenos de selva, llenos de ramas y de ira.
Tus ojos me transportaban a un lugar completamente distinto, completamente diferente, me hacías entender cada palabra tuya que a veces, y solo a veces, me dolían.
Ahora entendía todo, tenías tanta rabia dentro de ti... Tanto habías sufrido,
Que ni yo te salvaba, era tan indiferente que yo estuviera ahí, contigo.
Yo te quería entender y por eso lo hice, por eso te entendí.
Dentro de esa loca selva, dentro de ese loco mundo había un corazón roto; un corazón partido, un corazón hundido.
Esas ramas que se te clavaban como dagas en el corazón, con suspiros las aguantabas, pero cada vez se te clavaban más profundas mas tú lo sabías y dejabas que aún te siguieran hundiendo.
Mas caíste, caíste por un precipicio, tu propio precipicio. Por un abismo; un abismo enorme. Y la caída te dejó más y más heridas.
Mas no lo admitias, pero así era.
Tu ira se desprendía por tus ojos azules en los que yo me perdía y nadie me podía encontrar, porque me perdía, me perdía contigo. Tu ira se desprendía en forma de gota, de gota vacía, sin brillo... Porque es que ya no te quedaba nada dentro.
Caía, caía tan rápido que con lo poco que le quedaba parecía una estrella fugaz y brillante recorriendo tu mejilla y haciéndola brillar por un segundo, parecía un huracán que te arrasaba, que te arrasó y ahí, te dejó.