Día 34

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   —¿Cómo está tu pierna? Te sigue doliendo, ¿verdad? —me dice mi pequeña Sara mientras me acerca una pequeña lata de comida— No nos queda mucha, así que aprovéchala.

   —¿Y tú no comes nada? Quedatela tú, anda.

   Me mira y me da las gracias. Me lleva cuidando durante muchos días, sin ella estaría perdido. No puedo caminar mucho aún, y menos correr. La furgoneta se quedó sin gasolina pocos días después de aquello. Aún me duele recordarlo, parece que fue hace una eternidad, aunque solo fueron unas semanas. Este lugar está bastante seguro, no hay prácticamente ningún Zombie alrededor, aunque sigo escuchando gritos de los supervivientes, si es que son ellos los que gritan. El frío de la mañana me hiela, por lo que me meto debajo de las mantas. Sara viene a mi lado y se acurruca conmigo.

   El ruido de un motor se empieza a distinguir a lo lejos, cada vez más y más fuerte. Se está acercando.

   —Papá, ¿escuchas eso? —Me pregunta Sara asustada.

   —¡Silencio! No hagas ruido.

   Sara asiente y nos quedamos inmóviles, debajo de las mantas. El motor sigue acercándose hasta que lo escuchamos al lado. La furgoneta está aparcada en un callejón entre dos calles, de forma que solo se puede acceder a la parte trasera desde el callejón. El motor se detiene.

   —¡Eh, he encontrado algo interesante! —dice una voz ronca.

   —Nos la llevamos —responde otra voz, ésta vez más aguda, aunque sigue siendo de hombre.

   Abren la puerta delantera. Me esfuerzo lo máximo posible por no moverme, pero estoy hiperventilando.

   —Pero no tiene gasolina.

   —La remolcamos entonces. Engánchala.

   Alguien se sienta en el asiento del conductor. Aún no nos han visto, por suerte. Sara está mirándome aterrorizada. La tranquilizo como puedo, pero hasta yo estoy horrorizado, no sé qué hacer.

   Un sonido metálico indica que han enganchado la parte delantera. Se vuelve a poner en marcha el motor y nos movemos. Agarro de la mano a Sara, está temblando. El desconocido empieza a tararear una cancioncita durante todo el viaje. Finalmente nos detenemos. El hombre baja y charla con su compañero. No les presto atención, estoy absorto en la mirada de mi hija. Su pelo, sus ojos inundados en lágrimas, su nariz, sus labios. Es igualita a Mia. No quiero perderla a ella también.

   —Quédate aquí, no te muevas pase lo que pase, ¿vale? —le susurro.

   —¡No! ¿Qué piensas hacer?

   —Protegerte.

   Salgo de debajo de las mantas. Sara me agarra del brazo para detenerme, pero me suelta rápidamente. Creo que comprende la situación.

   Abro la puerta de atrás de la furgoneta con cautela, sin hacer mucho ruido, aunque tropiezo y caigo al suelo. Los dos hombres se percatan de mi presencia y acuden a ver qué ocurre.

   —¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —me pregunta el hombre de la voz ronca. Es bastante corpulento, aunque bajito.

   —Eso mismo me preguntaba yo. ¿Qué hago aquí?

   Estamos en una planicie, con casas de madera repartidas a lo largo de ésta. Los dos hombres empiezan a discutir sobre por qué no registraron la furgoneta. Es una escena bastante cómica, la verdad.

   —Bueno, da igual de quién sea la culpa. Ahora estás en nuestras tierras, por lo que eres de nuestra propiedad.

   —¿Qué? Cómo que de vuestra propiedad.

V.I.R.U.Z.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora