9 de noviembre de 1936. Matanza de Paracuellos.

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Se me han olvidado las gafas en casa. El ambiente está borroso y huele a muerte. El olor de característico metal de la sangre fresca invade mis fosas nasales llegando hasta el cerebro, donde se forma la imagen carmesí oscurecida. Casi negra. En grandes charcos.

Diez disparos. Diez golpes secos de la vida huyendo con la ligera brisa matinal. El rocío se mancha de rojo tímidamente, y parece perder sus ganas de seguir siendo. Cae a la tierra y desaparece.

Camino, sin girar la vista hacia los uniformados a mi derecha. Hacia los condenados frente a ellos. Me gritan. Me dan igual. Llevo mi hoz guardada en la bolsa junto al almuerzo. La sangre llega a manchar la suela de mis raídos zapatos. Forma un leve charco corriendo en sentido opuesto a donde debería ir. Los corazones dejaron ya de latir hace algunos minutos, todos ellos, y sin embargo sigue escapando la sangre de las grietas del tiempo y del acero de las balas.

No quiero que me manche los calcetines, no podría lavarlos y tendría que llevar la muerte tras mis pasos día tras día. Y ya miro demasiado a mi espalda cada diez pasos.

Diez tiros. Diez corazones nuevos se detienen. Pero la sangre sigue corriendo por esta tierra. Tragándola. Explota el rocío y sube la marea en mis zapatos un poco más.

Yo no quiero saber nada de la sangre señor agente. Llevo mi hoz y mi almuerzo en la cartera. Sí, sí; pero la sangre me corta el camino, debo trabajar la tierra. Sí, claro, usted no querrá que mis hijos y los suyos tengan que comer esta sangre que nos persigue en los calcetines. La muerte cada diez pasos. ¿Verdad? No, por supuesto. Proseguiré mi camino.

La sangre ha calado mis calcetines, y cada diez pasos giro levemente el cuello, como si observara la solapa de mi abrigo. No quiero que la muerte sepa que sé que viene detrás de mí.

En cada paso que doy.

Así es más sencillo.

Ignorarla.

Cuando las velas soplanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora