Naúfrago.

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Estaba tumbado en el sofá, mirando hacia la televisión sin prestarle mucha atención. No reparaba en nada de lo que en ella enseñaban. Podía ver las formas moviéndose tras el espeso manto que cubría mis ojos, pero no eran más que eso: formas abstractas, colores. Podía escuchar las voces que en su interior hablaban en la lejanía. A través de un túnel. Y yo me encontraba al otro lado, donde la noche había caído sin estrellas y los animales nocturnos callaban sus gritos.

Solo.

Estaba solo en medio de la carretera observando la iluminación del túnel, intentando entender las voces que al otro lado cuchicheaban en un lejano rumor. Pero era imposible. Mis manos temblaban y tenía todavía la vista nublada, cubierta de lágrimas. No escuchaba ningún murmullo a mí alrededor, la brisa no soplaba y la noche estaba oscureciéndose a cada segundo. Frente a mí, las luces del túnel comenzaban a fundirse una a una. Primero una de la derecha, luego otra de la izquierda, después una de la derecha. Las voces se alejaban más y el murmullo pasaba a ser solamente una suave brisa. Entonces corrí, corrí con los ojos encharcados y las saladas gotas rodando por mis mejillas. Me temblaban las piernas y las manos me resultaban demasiado pesadas con un frágil cosquilleo que empezaba a ser un incómodo hormigueo más presente.

Abrí los ojos empapado en sudor y me incorporé en el sofá. El ambiente estaba pegajoso y el bochorno se había apoderado de la estancia. Me incorporé, eché hacia atrás mi cabello con las manos sintiendo cómo éstas de empapaban con el tibio sudor de mi frente. Me dirigí hacia la cocina a beber un vaso de agua que bajó por mi garganta despegándola de sí misma. Mi lengua no se sentía ya como un pequeño trapo en el interior de mi boca.

Observé a mí alrededor escrutando el completo silencio que imperaba. Comencé a caminar lentamente por el pasillo hasta encontrarme frente la primera puerta de la derecha. Casi podía sentirme igual que observando apagarse las bombillas del túnel. Una puerta cerrada a la derecha, otra a la izquierda, tras ella a la derecha. Respiré hondo intentando armarme de valor, sin embargo, mis manos temblaban más que antes pero podía sentirlas ya con la sangre fluyéndoles. Di un pequeño empujón con la yema de los dedos a la puerta y la luz que traspasaba las ventanas del interior iluminó tenuemente mis pies descalzos.

La habitación estaba exactamente igual que como la había dejado mi hija pequeña. Las paredes pintadas de un tono celeste, la cama con la manta de "El rey León" y sobre ésta el pequeño peluche del águila que ella adoraba. Aquel que ganamos meses atrás en la feria.

Sentí golpear mi pecho y retrocedí. Los recuerdos habían vuelto a atormentarme, y esta vez golpeaban más fuerte.

Volví a caminar por el pasillo dejando a mi espalda la puerta abierta. Coloqué mi mano sobre el pomo de la puerta izquierda y de nuevo le dejé abrirse lentamente con un suave empujón. La habitación de mi hija mayor conservaba el aroma de aquel perfume que le habíamos regalado su madre y yo por su decimoquinto cumpleaños.

De nuevo el dolor se incrustó en mi pecho, pero en esta ocasión se mantenía dentro, casi apretándome los pulmones para evitarme respirar.

Apoyé mi espalda sobre la pared del pasillo y me deje caer resbalando por ella hasta quedar sentado sobre la vieja madera del suelo. Respiraba con dificultad y en grandes bocanadas que apenas recogían oxígeno. Los ojos me empezaron a picar y las lágrimas se intensificaron.

Dejé escapar un sollozo desde el fondo de mi garganta. Era un dolor que había intentado reprimir mucho tiempo. Demasiado. Después de un largo rato mi respiración se había normalizado. Me sequé los ojos y las mejillas con la manga de la sudadera y volví a ponerme en pie.

Me dirigí pesadamente hasta la última puerta a la derecha. Esta estaba arrimada. La empujé al igual que las anteriores y me quedé observando. Estaba completamente vacía, y al igual que las anteriores me hizo sentir dolor en el pecho.

Me adentré. A la derecha una pequeña cómoda sostenía varios marcos con fotos de mis dos hijas conmigo y mi mujer. A la izquierda la cama estaba deshecha, las sabanas tiradas por el suelo, las almohadas mal colocadas y la sabana bajera desenganchada de las esquinas del colchón. Exactamente como la había dejado la última vez que dormimos todos juntos porque la luz se había ido y hacía demasiado frío en la casa. Esa noche había sido una auténtica fiesta en la que nos contamos historias, cosas que nos habían pasado ese día y las niñas expresaban las ansias que tenía por la excursión del día siguiente.

Caminé hasta llegar a mi pequeño escritorio. Sobre éste había varios recortes de periódicos que yo mismo había dejado allí. Los tomé todos entre mis manos, me senté en la silla y comencé a leerlos de nuevo. Igual que tantas otras veces.

"Una madre y sus dos hijas mueren en un accidente de tráfico cuando se dirigían al parque de atracciones. El padre de las pequeñas y marido de la madre resulta ileso. [...]. El turismo fue arrollado por un camión en la autopista, según informó la policía el conductor del tráiler había sufrido un infarto en ese momento muriendo en el acto. [...]. La mujer y las dos niñas fueron llevadas al hospital muriendo minutos después de entrar a quirófano. [...]. El hombre que viajaba en el turismo con su familia no necesitó ninguna clase de atención médica. [...].

Dejé los recortes sobre el escritorio y observe a mí alrededor. La casa llevaba demasiado tiempo vacía. Y había perdido el control de decidir sobre mi vida aquel día. Las pesadillas me atormentaban cada noche. El túnel con las bombillas apagándose una y otra vez.

Desde que ellas murieron he sido un simple náufrago en la vida. Esperando a que me recoja la muerte.

Cuando las velas soplanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora