Dos horas.

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La enfermera la situó sobre mi pecho. Me había indicado previamente que debía abrirme la camisa para que nuestra pequeña pudiera estar en contacto directo con mi piel.

Os miré a ambas nervioso, tú sabías la ilusión que me causaba poder tener a la bebé entre mis brazos sus primeras horas de vida. Era tan pequeña. Tan dulce.

Podía notar su respiración sobre mi pecho, y ella dormía plácidamente. Seguro que el latido de mi corazón la tranquilizaba. Y a mí su sola presencia bajo tu atenta mirada.

No podía contener las lágrimas, tomó con su pequeña mano mi dedo meñique mientras dormía apretándolo.

Ella me conocía tan bien como yo a ella, sin haber intercambiado palabras. Ni una sola mirada. Solamente una respiración y un latido.

Tú acababas de quedarte dormida observándome sonreír, con el brillo que la felicidad da a mis ojos. Después de tanto tiempo estaba ahí la prueba, la irrefutable prueba de que el hilo rojo atado suavemente al meñique que nuestra pequeña me apretaba había encontrado su extremo atado a ti.

Ahora simplemente observo en silencio. Os veo a ambas, tan hermosas, y la felicidad embriaga mi cuerpo entero.

El hilo rojo del destino nos mantuvo unidos a pesar de todo, y mereció la pena.

Cuando las velas soplanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora