[7] Hodei

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Me serví de un tronco cercano para subir a lomos de Kenya. No lo pensé demasiado. Simplemente sabía que algo malo sucedía, que alguien - probablemente un niño, por su timbre de voz - había gritado asustado, y que el modo más rápido para llegar a la fuente de aquel sonido, era galopar hasta él.

Así pues, tan pronto como estuve sobre mi yegua, le insté que galopara; y ella, aunque nerviosa, obedeció. Recorrimos a toda velocidad la distancia que había hasta el cercado de la entrada, en apenas unos segundos. Lo primero que se me vino a la cabeza fue que la yegua intentaría saltar la valla. La teníamos demasiado cerca, más a cada momento, y yo, invadida por la adrenalina, no le había indicado a Kenya que comenzase a frenar. Agarré sus crines, eché mi cuerpo hacia atrás y silbé en una maniobra desesperada por no estamparnos contra la verja. No daría resultado. Estábamos demasiado cerca. Y cuando creí que íbamos a tener un accidente, Kenya incó los posteriores en tierra y se giró para frenar en seco, justo a tiempo.

No esperé demasiado para recomponerme del susto, salté al suelo tan brusca y apresuradamente que me dió un calambre en la pierna, pero solté un par de maldiciones y pasé bajo la valla. Mientras corría para doblar la esquina, y dejar atrás el entramado de árboles tras el cual había ubicado el chillido, me percaté de que se escuchaba un llanto infantil.

Al fin, alcancé la bifurcación del camino, y pude echar un vistazo. Unos metros más allá, había un niño regordete de unos ocho años sentado en el suelo, abrazándose una pierna con fuerza. Así que era eso. Un crío que se había caído. Me dirigí hacia él con paso ligero, aparentando seguridad, aunque en realidad no supiera del todo cómo debía manejar la situación. Nunca me gustaron los niños.

- Tranquilo - dije mientras me arrodillaba a su lado - ¿Qué te ha pasado?

Me miró con lágrimas rodando por sus mejillas y cara de cordero degollado. Balbuceó un poco antes de responder:

- Me he caído, me duele la rodilla.

- Déjame ver, seguro que no es nada.

Él, lentamente, retiró los brazos, y pude ver su rodilla raspada. Por suerte no tenía más que una pequeña herida. Intenté calmarlo diciéndole que con un poco de agua y pomada se le curaría pronto, y en ello estaba cuando una voz mucho más profunda que la mía me sobresaltó:

- ¿Va todo bien?

El niño y yo giramos rápidamente la cabeza, para toparnos con un chico de aproximadamente veinte años, alto y vestido me un modo sencillo: una camiseta lisa bajo una sudadera abierta, pantalones vaqueros y zapatillas. Por un momento pensé que él sería el responsable del niño, o que al menos lo conocería, pero este lo miraba tan o más extrañado que yo.

- Sí, nada grave - me apresuré a responder - se ha caído, sólo es un rasguño.

El joven asintió, seguramente pensando en qué decir.

- ¿Cómo te llamas? - preguntó al niño.

- Álvaro.

- Dime, Álvaro, ¿Dónde están tus padres? ¿Estabas aquí solo? - prosiguió el recién llegado, suavizando la voz.

<< ¿Cómo sabe él que el niño no está conmigo? >>

- No... Mi madre... - respondió Álvaro, con timidez - está fuera.

- ¿Qué tal si vamos con tu madre? - le propuse yo, modulando la voz tal y como había hecho el chico que tenía ahora agachado a mi lado.

- S-sí.

Sueños DescompuestosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora