36. Damien

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A pesar de mi precaria situación, no estoy triste. Todo lo contrario.

Pasaron apenas tres días desde que me quedé «en la calle», tres días en los que mi vida dio un vuelco.

Trabajo en la ferretería. No me lo pidieron, me ofrecí. La segunda mañana, me levanté temprano como siempre y le dije a Roberto que si quería que lo ayudara.

Él lo entendió, necesito pagar por su hospitalidad. Accedió a que fuera las mañanas con la excusa de que seguro me aburro mientras Alejo duerme. Yo insistí en ir también las tardes y se negó con firmeza.

Su rostro compuso el mismo gesto de terquedad que suelo ver en su hijo y desistí. A él le parece mucho que trabaje ocho horas por tan solo techo y comida y no puede pagarme un sueldo; yo, por el contrario, siento que estoy haciendo poco a cambio de mucho.

Alejo tomó un par de trabajos más, se los pagan en negro, y en un frasco de vidrio pone lo que gana para usarlo cuando volvamos a Rosario. Ahí puse también los pocos pesos que tenía en la billetera esa noche.

—Cuando nos acomodemos —le digo mientras lo abrazo en su cama—, vamos a armar otro frasco de esos hasta llegar a la impresora.

—Es mucha guita —se queja y yo lo beso.

—Te ahorrarías un montón en impresiones y ganarías más en tus trabajos. Es una inversión. También le puedo pedir al padre de Sebas que nos traiga una Mac para vos cuando viaje. Él no tiene drama, le damos los dólares y listo.

Sí, estoy volando antes de caminar. Pero me hace feliz pensar en mi futuro, porque en mi futuro está Alejo, y, si hacía allá voy, puedo enfrentar cualquier obstáculo.

Él también se hace ilusiones y vuela conmigo. Hacemos planes absurdos y planes plausibles. A veces agarramos la calculadora y empezamos a sacar cuentas de cuánto tendríamos que juntar para hacer tal o cual cosa y empiezo a ver los fideos con manteca como el plato de la felicidad.

En la ferretería me divierto. Roberto dice que aprendo rápido; no sé si es cierto o lo dice para quedar bien, pero yo me siento contento porque sé que ayudo. Con la cuñada de Alejo embarazada y el padre con sus buenos años encima, alguien capaz de hacer un poco de fuerza siempre se agradece.

Me encanta vender, supongo que porque es nuevo para mí. No me imagino haciéndolo toda la vida.

Siempre tomo los clientes que saben lo que quieren, esos que vienen a buscar tal cosa, de tal marca, de tantas pulgadas. Los otros, los «vengo por el coso, del coso, que va en el cosito, para ajuntar eso del baño», los atiende mi suegro.

Volvemos al mediodía, y Alejo me espera para almorzar a pesar de que no es una costumbre en la casa Uriarte. Su papá me dice que lo aproveche, que son los primeros años y la carga a su mujer de que ya no lo hace por él. Nos da risa la fingida indignación de Analía.

—Es que cuando los chicos eran chicos, con tanta separación de años, cada cual tenía actividades a distintas horas. Tenía que servir cuatro almuerzos —me explica—. Y ahora me quedó el hábito.

Roberto le sonríe, es claro que no le molesta; su esposa lo acompaña mateando mientras él come lo que sea que haya. Hoy son empanadas y están buenísimas.

Mientras levantamos la mesa, suena mi teléfono.

Todos mis amigos mandan mensajes, las únicas personas en el mundo que llaman son los telemarketers y mi mamá. Y yo no quiero atender a ninguno.

Miro mi celu como si fuese una serpiente y me tiembla un poco la mano cuando atiendo.

—Hola.

Hola —contesta la voz de mi mamá al otro lado. Por un momento temí que fuera mi viejo desde su teléfono—. ¿En dónde estás? ¿Cómo estás? ¿con quién estás?

Entonces, me besó (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora