Los precios del avatar (versión larga)

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Me giré al escuchar sus pasos

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Me giré al escuchar sus pasos. La luz del atardecer entraba a chorros por la puerta de la casa de tal manera que recortaba su silueta, negro intenso contra rojo ígneo.

En ese momento yo estaba en la cocina tomando un refrigerio. No le esperaba tan pronto y la sorpresa de saber que había llegado me despistó por un momento, el tiempo justo para cortarme. El filo del cuchillo abrió mi carne con tanta facilidad que apenas sentí nada. Mientras él cruzaba el pasillo que llevaba de la entrada a la cocina yo contemplaba absorto el goteo del dedo en el plato. La yema del pulgar pintaba medallones rojizos en el pálido queso fresco. Sólo cuando fui consciente del la señal que esto significaba, con varios círculos rojizos sobre el fondo blanco, floreció el dolor, intenso y punzante.

Sangre sobre alimentos: un presagio de cambio, dicen.

Jamás creí tales habladurías de prelanes y viejas chismosas. El latigazo de fuego que recorrió mi dedo, invadió mi mano y restalló por todo el brazo me hizo entornar los ojos. Sentí cómo el color huía de mi rostro. Me sentí desfallecer, presa de una súbita debilidad. Igual que cuando el éxtasis de una visión arroba a los prelanes... o a las viejas chismosas.

Por fortuna la sensación de vértigo desapareció con la misma rapidez con la que se había presentado. Sólo quedaba el dolor, pero ese era un compañero ya habitual, un perro al que sabía controlar. El inconfundible sonido de las suelas de caucho crepitando sobre el suelo del pasillo, junto a la necesidad de verle y saber qué había sucedido, me devolvieron a la realidad.

Él se quedó bajo el umbral de la puerta de la cocina, todavía silueteado por el ocaso. La escasa ropa que vestía resaltaba su cada vez más prominente musculatura. Poseía el porte y la presencia de todo un Hombre.

Al fin, tras unos instantes de duda bordados de silencio y miradas mutuas, dio un paso adelante y se acercó a la mesa. La luz del candil le bañó desvelando esos rasgos que yo tanto conocía y amaba. Numerosas perlas de sudor resplandecían en su frente y en sus pómulos. Incluso bajo el cálido resplandor de la llama su rostro aparecía pálido, demacrado. Sólo sus ojos refulgían llenos de energía.

–Hola, Pavel. La estiba acabó hoy muy pronto, ¿no?

–Terminamos antes –la frase quedó colgando en el aire–. Un prelán vino a los muelles a predicar las verdades del Tetramorfo.

Entonces identifiqué en su voz el fuego de sus ojos: una mezcla de sentimientos en la que la decisión apenas podía ocultar la culpabilidad y el miedo. Mi corazón saltó inquieto. Recordé el viejo dicho: 'los prelanes sólo bajan al muelle para lavarse la sangre. O para obtener más'.

–Han convocados a cuatro elegidos en La Puerta para dentro de media hora. Debo acudir. Adiós, padre.

Sin decir más salió de la cocina, cruzó el pasillo y partió corriendo calle arriba. No me había dedicado el menor saludo, y sin duda no había visto mi herida de la mano. Ha venido obligado, nada más a dejar su mensaje y partir de inmediato, pensé. Yo, atenazado por la sorpresa y el terror, me quedé paralizado. Su actitud distaba demasiado de la cariñosa y cercana que siempre me solía dedicar al regresar del trabajo. En mi mente danzaban algunas de las palabras que había pronunciado, unas muy concretas: prelanes, Tetramormo, La Puerta, cuatro elegidos. Todas ellas juntas llevaban a una única salida: los prelanes iban a configurar un Avatar.

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