La cuenta atrás del relojero

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Shergev maldijo al descubrir el nivel de los candiles

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Shergev maldijo al descubrir el nivel de los candiles.

–¿Es que nadie los rellena? Hoy me toca descender. Como se me agote...

–Razón de más para que te apresures –rezongó Mareisha, su mujer –. Han dado las doce y todavía estás aquí. ¿Deseas que el escritor se detenga?

Espantado, el relojero gesticuló un signo de protección.

–¡Ni lo mentes!

Refunfuñando agarró un candil y corrió hacia el portalón que llevaba al sótano del campanario. Shergev inició el descenso de los escalones resbaladizos, desgastados por incontables pies. Sostenía el candil con su mano normal, la izquierda. Bajar supondría unos quince minutos, dejándole tiempo suficiente para abrir los siete candados y dar cuerda al reloj. Eso otorgaría al escritor otras doce horas para proseguir su tarea.

El escritor. Curiosa leyenda. Los poderosos vols la habían transmitido a los relojeros durante generaciones, recalcando la importancia de impedir que la maquinaria se detuviera:

–Si el reloj se para el escritor dejará de relatar. Entonces quizá destruya el Códice de la Historia, arrastrándonos al olvido. O en algo peor.

Pero los vols rehuían hacer esa tarea: parecía que temieran acercarse a la maquinaria.

El candil alumbraba el descenso de Shergev, hasta que el combustible se agotó. Sorprendido por la oscuridad sus pies resbalaron precipitándole escaleras abajo. Cayó y la noción del tiempo: los instantes sólo marcados con crujidos de huesos.

La caída concluyó con Shergev descoyuntado en la antesala de las maquinarias. Le dolía todo el cuerpo, pero sobre todo la mano derecha, la mano llave. Allí debería haber candiles de emergencia. Apretando los dientes tanteó la pared. ¿Dónde estaba la estantería con las luminarias?

–¡Aquí!

Ahora sólo debía encender uno. Shergev tomó la esfera de voluntad que pendía de su cuello y le rogó que encendiera un candil. Instantes después examinaba sus heridas bajo aquella tenue luz: la llave estaba quebrada, quizá inútil.

Debía intentarlo.

Caminó hasta la puerta blindada de la maquinaria: la sellaban siete candados, a cual más sofisticado. Sólo la mano reconstruida de un relojero podía abrirlos. Los dos primeros no se resintieron a la maltrecha llave; el tercero le costó; el cuarto ni siquiera aceptó que introdujera sus vástagos. La mano estaba inutilizada pero el reloj interno de Shergev gritaba que apenas quedaba media hora. Si no daba cuerda al mecanismo...

Con la llave rota sólo quedaba una opción, desesperada y terrible. No había otra salida. Extrajo de nuevo el medallón de voluntad e imploró su ayuda. Un latigazo salvaje desgarró la mano: la reconstrucción de emergencia empezaba. La carne bullía ante sus ojos: músculos licuándose, huesos deshaciéndose. Todo regresaba a la arcilla primordial. Después la masa amorfa empezó a reordenarse como dotada de consciencia propia. Aunque Shergev no lo pudo ver: el dolor le sumió en la inconsciencia.

Cuando despertó el proceso había terminado. Apenas quedaban diez minutos. Aterrado, Shergev introdujo la llave en el cuarto candado. Notaba la carne tierna, hipersensible. El contacto con la cerradura escocía, pero funcionó. Abrió esa y las siguientes. Depositó el candil en el suelo para precipitarse hacia el mecanismo de correa. Introdujo la llave en el activador mientras con la otra empezaba a girar la manivela. Los chasquidos anunciaron que los engranajes se tensaban.

Cinco minutos. Todavía quedaba bastante para que la manecilla llegara el final. ¿Qué sucedería si no daba a tiempo la cuerda? ¿Aparecería el escritor? ¿Borraría de la existencia, de un simple plumazo, la ciudad y todos sus habitantes?

–Cuentos de vieja –masculló. Pero los tenía grabados a fuego desde pequeño. Leyenda o no, le aterrorizaban.

Llegó el último minuto. Casi había acabado. Si el reloj marcaba la hora trece sin haber dado toda la cuerda ¿qué sucedería? ¿El escritor dejaría de describir la realidad? Shergev aceleró el giro de la manivela. El mecanismo crujía quejumbroso. El mecanismo y algo más. Algo en su interior.

Desde las remotas alturas del campanario llegó una campanada. La hora trece. A esa campanada le siguió otra. Shergev seguía actuando la manivela: apenas quedaba recorrido, pero dentro de la maquinaria algo golpeaba furibundo, como si pretendiera salir.

Resonó la decimotercera y última campanada. Con el último eco de la campana la manivela llegó a su tope. Aun con toda la cuerda dada la maquinaria vibraba. Shergev se apartó horrorizado de la mole de metal: éste gemía, retorcido, desgarrado. Volutas blanquecinas emergieron de las grietas inundando el cuarto...

 Volutas blanquecinas emergieron de las grietas inundando el cuarto

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Estaba en la superficie. Mareisha le sacudía.

–¿Qué ha pasado ahí abajo, Shergev?

–No recuerdo... golpes... humo blanco... sensación de traición, desencanto...

»Pero ¿tú quien eres?

-:- FIN -:-

Tenéis más información de este relato en mi web:

http://juanfvaldivia.wordpress.com/2013/12/26/acerca-de-la-cuenta-atras-del-relojero/

Imagen superior:

https://www.flickr.com/photos/ellenm1/5833425555/ 

Imagen inferior:

https://www.flickr.com/photos/jkfjellestad/5959405494/

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