Silenciosos túmulos de revelación (versión larga)

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Cuando Satharel traspasó el umbral que daba acceso al silo la oscuridad del pasadizo cambió a cegadora claridad

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Cuando Satharel traspasó el umbral que daba acceso al silo la oscuridad del pasadizo cambió a cegadora claridad. No había habido transición alguna, y parecía que más bien había caído sin previo aviso un telón intangible. La explosión de luz le cegó por completo. Satharel gimió tan asustado como dolorido, quedando clavado bajo el dintel. El abad ya le había advertido de esa eventualidad y él se había cubierto su cabeza con la opaca cogulla de su hábito. Creía que así evitaría el problema. De poco había servido: aquel resplandor lechoso atravesaba el tejido sin la menor dificultad, cegando los numerosos ojos que cuajaban la cabeza del monje. La luminosidad, tan densa que parecía líquida, llenaba toda la enorme cámara. Parecía surgir de todas partes y de ninguna y su intensa blancura estaba salpicada por destellos de y melancólico gris. Satharel no puedo evitar comparar esa atmósfera descolorida y anodina con la rutilante, vital y de tonos bermellones que inundaba otras zonas de la abadía.

Un lugar especial, muy especial, pensó.

Con extremo cuidado retiró de su cabeza la inútil cogulla. Se había visto obligado a anular todas las sinapsis de sus ojos; ahora procedía a reabrirlas con extremo cuidado. Algunos ojos llorosos parpadearon, otros iridiscentes y facetados se reactivaron; hubo agudas antenas que se desenrollaron erizándose como estiletes mientras diminutos y achatados discos parabólicos florecían en su particular primavera. En unos instantes todos sus órganos visuales estaban desplegados en el deforme tubérculo de su cabeza. Abrumados por el furioso torrente de información, sus ojos y cerebro quedaron saturados: por segunda vez Satharel quedó ciego. Con desesperante lentitud el caos cuajó en formas y contornos, al principio brumosos y deformes. Todo parecía indicar que se hallaba ante un lugar de proporciones inauditas. Satharel se sintió empequeñecido y ridículo, apabullado.

–Y se trata sólo de un silo más entre los múltiples alojados en los sótanos de Loirith –musitó para sus adentros.

Se podía decir que el silo se reducía a un único espacio. ¡Pero qué espacio! Diáfano y desproporcionado, no parecía tener fin. Las presumibles paredes se perdían en la bruma lechosa. Ninguna columna sostenía el distante techo. El suelo, compuesto de grandes losas grisáceas dispuestas en cuadricula, estaba sembrado de moles de forma cónica. La parte superior de aquellos cúmulos de materia, como pretendiendo quedar a juego con el propio silo, se perdía en las alturas. Estaban distribuidos por el silo de manera más o menos regular: entre ellas había el suficiente espacio como para que en caso de que alguna colapsara no afectara al resto. Una especie de lianas o gruesas maromas iban de unos conos a otros creando en las alturas una enmarañada red de pasarelas. Muchas de las maromas tenían aspecto deshilachado y mugriento, incluso semidescompuesto.

Satharel, desconcertado ante todo cuanto veía, no acababa de encontrarle sentido alguno.

La ya por desgracia demasiado familiar sensación de angustia y desarraigo volvió a atenazar el corazón de Satharel. La última consunción había le convertido en uno de los Testigos del abad. Pero a un alto precio: había supuesto manipular la carne y el cerebro de manera tan radical que en el proceso se habían borrado gran parte de sus recuerdos. La amnesia se apoderaba de él con frecuencia, sumiéndolo en el desconcierto. Avergonzado, Satharel se sentía demasiado a menudo como un humilde novicio, sorprendiéndose ante lo que le rodeaba. No llevaba muchos ciclos vistiendo esa encarnación, se decía a menudo tratando de animarse. Pensaba que con el tiempo se acostumbraría a ella, pero cada vez le costaba más reprimir una queja al verse anegado por la sorpresa. A opinión de todos sus hermanos su actual modificación suponía un premio: ahora se encontraba en casi total comunión con el abad, formando parte de un muy reducido grupo de elegidos. Se suponía que debía alegrarse. Pero Satharel no dejaba de hallar puntos negativos a su nuevo puesto. Entre ellos destacaba la ausencia de memoria, pero no resultaba menos molesto el poseer aquel vínculo tan fuerte con el abad, una relación que anulaba casi cualquier atisbo de intimidad e incluso de individualidad.

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