Parpadeo

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En aquellos momentos no comprendía, ni en lo más mínimo, la razón por la cual la Sra. Soto le temía tanto a la soledad. Me era imposible entender esa sensación de vacío que te ataca intensamente cuando estás solo. No fue sino un tiempo después y hasta estos instantes, en que relato mis grises recuerdos, que he asimilado el escalofriante dolor de vivir apartado de todo el mundo. Me sorprende que haya personas que dicen preferir la soledad, te aseguro que eso es una total mentira. Creo que eso se debe a una confusión de términos. Estar solo es una cosa, siempre es necesario alejarse del exterior por momentos y conversar con uno mismo. Sentirse solo es una historia diferente. Porque, tarde o temprano, ese egoísmo que conlleva a pensar que estarías mejor por ti mismo, está condenado a desaparecer. Cuando el hecho de vivir únicamente para sí mismo ya no existe, es cuando realmente se experimenta la auténtica soledad. Cuando la razón de tu egocéntrica existencia se esfuma y te invade la oscuridad del abandono, tanto espiritual como mental y físico, es cuando se desea, se grita, se anhela y se implora encontrar un nuevo motivo para continuar. Motivo que solo encontraras en alguien externo a ti. Y sí, yo realmente no tenía ni la más remota idea de este hecho devastador para el alma. Lo único que procuraba era poder sacar a mi hermana de la cabaña y encontrar a Evangeline.

En el interior de la habitación, Silvia se ubicaba sentada en la parte superior derecha de la cama. Su rostro miraba al suelo, su cuerpo temblaba y se abrazaba a si misma con fuerza.

- Silvia, no tenemos tiempo, levántate -, le dije mientras avanzaba a unos centímetros de la puerta.

Ella sencillamente ignoró mis palabras, no hizo ni un solo movimiento. Me aproximé entonces hacia ella y lentamente levanto la cabeza, con una mueca entelerida en el rostro.

- Todo está oscuro... No... No puedo ver nada -, mi hermana sollozaba.

No sé porqué razón no me percaté antes. En algún momento, todas las luces de la cabaña se habían apagado, dejando el lugar bañado en sombras. Este suceso no representaría mayor problema de no ser porque Silvia, desde muy pequeña, la temía a la oscuridad. Tomé la mano de mi hermana e intente tranquilizarla, diciéndole que yo estaba con ella y que nada la pasaría si permanecíamos juntos. Logré convencerla de levantarse y caminar. Con sus piernas en un tambaleo incesante, tanto por el miedo como por su pierna herida, Silvia avanzaba apretando mi mano izquierda con la suya y apoyándose en mis hombros. En el pasillo, se podían oír los quejidos de dolor de la Sra. Soto que seguía derribada en el piso.

Logramos salir de la cabaña, pero eso no mejoró en nada el estado de Silvia. Pues ya en la intemperie, nos percatamos de que la resplandeciente luna que iluminaba el cielo y la tierra, había desaparecido. Simplemente así, el astro nocturno no se encontraba por ninguna parte del firmamento. Sin la luna en el cielo, todo a nuestro alrededor no era más que un paraje abrumado por las tinieblas, en el que no se podía ver más allá de unos centímetros frente a ti. Silvia temblaba y se convalecía de forma súbita, jamás en toda mi vida la había visto estremecerse tanto. Avanzábamos cada vez más lento en dirección al bosque. Nos adentramos entre los árboles, pero nos arriesgaríamos a ir muy a lo profundo, no con lo poca visibilidad que teníamos.

- ¡Evangeline! ¡¿Dónde estás?! -, no dudé en comenzar a gritar.

Mi voz resonaba por todo el lugar, haciendo un eco inexplicable. Tras gritar unas cuantas veces, se empezaron a oír pisadas que se dirigían a nuestra ubicación. Al principio era un paso uniforme, así que pensé que se tratada de mi esposa. Pero el sonido de las pisadas se comenzó a alterar conforme se acercaban, se hacían más rápidas, más ligeras. Después un solo sonido se transformó en varios. Se escuchaban pisadas aproximarse desde distintas direcciones, sumándoseles gruñidos y, peor aún, aullidos. Ante la amenaza inminente del ataque de una manada de lobos, huimos, o eso tratamos. Silvia ya estaba sumida en pánico, con su herida, su fobia y el peligro acechándonos, ella colapsó en medio del bosque. Soltó mi mano y cayó al suelo. De inmediato me agache para levantarla, pero solo toqué el piso. Silvia no estaba ahí, a pesar de que no me moví ni un solo centímetro después de que se separó de mí. Un grito se oyó a varios metros de distancia. Corrí hacia el lugar sin pensarlo, pero no avancé mucho cuando antes de tropezar y caer. Sentí la humedad en el sitio de mi caída, tras palpar la calidez del líquido supe que no era agua o lodo la que me cubría. Tenía un espesor y un brillo inconfundible, era sangre.

En un parpadeo, la oscuridad comenzó a disiparse. Otra vez la luna comenzaba a brillar. Pero la luz también trajo consigo la desgracia. La cabeza desprendida de mi hermana se hallaba enfrente mío, y a una corta distancia, lleno de zarpazos y mordidas, estaba su cuerpo, o por lo menos la mayor parte. Me levanté y di la vuelta. Esa fue el acto que colmó mi desdicha, pues me encontraba frente al lago a un lado de la cabaña.

El Síndrome De La OscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora