4. He oído hablar mucho sobre ti.

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Una chica rubia entró en la tienda aparentemente vacía seguida de su tía y su primo.

— ¿Hola? —preguntó Pauline—. ¿Ollivander?

— Buenas tardes, señora Diggory —la voz de un extraño mago se escuchó desde lo alto de una escalera que llegaba hasta la parte más alta de las estanterías. El mago, quién Andrea supuso que sería el vendedor de la tienda, bajó lentamente de la escalera para atender a sus nuevos clientes—. ¿En qué puedo ayudarles?

— Venimos a por una varita para mi sobrina —le informó Pauline.

— Nueva Diggory, ¿no? Recuerdo todas las varitas que he vendido, y no relaciono ninguna con su cara. ¿Esta será tu primera varita? —Andrea asintió algo cohibida.

— Entonces tendremos que ser especialmente meticulosos —explicó Ollivander—. Está bien, empecemos. Señorita Diggory... ¿Con qué brazo coges la varita?

— Con la derecha.

— Extienda el brazo —dijo, sacando una pequeña cinta métrica.

Andrea extendió el brazo en silencio, y Ollivander comenzó a medir del hombro al dedo, luego de la muñeca al codo, del hombro al suelo, y alrededor de su cabeza. La chica, que esperaba que le dieran una varita cualquiera, no se atrevía a mover ni un músculo, ni siquiera cuando la cinta métrica continuó midiéndola sin la ayuda de Ollivander.

— Bien, señorita Diggory...

— Andrea —corrigió ella—. Puede llamarme Andrea.

— Bien, Andrea —repitió Ollivander, devolviéndole la sonrisa—. Pruebe con esta: Madera de abeto, nervios de corazón de dragón, veintisiete centímetros. Bastante rígida.

Andrea cogió la varita, sin saber muy bien qué hacer. Giró la cabeza hacia su primo, que le indicó con gestos que la agitara. Andrea sonrió y agitó la varita con fuerza, pero no pasó nada. Después, Ollivander se la quitó y le cedió otra. Y así, poco a poco, fue probando más y más varitas, mientras su primo y su tía observaban aburridos.

La señora Diggory aprovechaba cualquier momento para comentar lo que fuera, pero incluso ella se estaba quedando sin nada que decir, y Andrea no tardó en darse cuenta de que Ollivander no era un gran conversador. Pauline miraba por el escaparate la ajetreada calle, nerviosa. Cuando por fin vio pasar una cara conocida, salió de la tienda junto a Cedric, en el auge de la desesperación, diciéndole a Andrea que la esperarían fuera.

Aún desde el exterior, Cedric le echaba alguna ojeada por el escaparate, atento por si su prima encontraba por fin la varita adecuada.

Andrea, para combatir el aburrimiento, observaba las cajas de varitas apiladas de forma desordenada en las estanterías. En una ocasión se fijo en una caja de madera grisácea, extraordinariamente ancha. Estaba mucho más deteriorada que las demás, como si hubiera sido tallada toscamente y sin cuidado.

— ¿En esa caja también hay una varita? —preguntó, señalándola. Ollivander que rebuscaba entre las cajas corrientes, giró la cabeza hacia donde Andrea señalaba.

— Ah, esa caja. Sí, una varita. Aunque no siempre hubo una. Podríamos probarla... Aunque no creo que... O quizás sí, quién sabe —Ollivander se acercó a la estantería y sacó la única varita que quedaba en la tosca caja.

La varita, de madera pálida, tenía el mango lleno de enredaderas, y una esfera redonda en la parte más baja.

— Madera de fresno, veintinueve centímetros y muy poco flexible —Andrea cogió la varita y un escalofrío recorrió su espalda de arriba a abajo. La agitó con suavidad y un torbellino de chispas plateadas subieron hasta el techo y cayeron desde allí con parsimonia, moviéndose de un lado a otro, como si fueran las hojas de un árbol en otoño.

Recuerdos del futuro | El Trío de Plata (1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora