Ciudad de niebla - Capítulo VI (6)

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VI

Los penetrantes ojos azules de Amalia observaban a Pierre. Cada movimiento, cada gesto era meticulosamente estudiado por la niña de su misma edad. Con el pelo largo y rizado de color miel de azahar, la mejillas rosadas como melocotones maduros, el cuello largo y fino, la barbilla corta y los labios carnosos como los de una mujer adulta, la niña estaba recubierta de un halo de alegría reprimida, y provocaba una extraña sensación de ausencia. Pierre sentía su mirada.

- ¿Por qué no sales de tu escondite? –Preguntó-.

La niña se ocultó tras una alpaca de paja y respiró con ansiedad.

- Te he visto. –Gritó Pierre-.

Se rascó su morena cabellera, heredada de su padre, se frotó sus ojos negros, igualitos que los de su madre, y su delgada cara le otorgaba un aire de seriedad y disciplina, muy extraña para su edad.

- Te he dicho que salgas. –Cambió su tono de voz-.

- ¿Por qué? –Contestó la niña-.

- Porque no debes espiarme.

- ¿Por qué?

- Porque no me gusta.

La niña salió tímidamente de su escondite.

- ¿Cómo te llamas?

- Amalia.

- ¿Te apetece jugar conmigo?

- Vale. –Musitó-.

La vergüenza desapareció al instante. Juntos recorrieron las calles, tiraron piedras en el pozo que estaba rodeado de hiedra y flores de campanas rosas, molestaron al panadero y recibieron dos bollos rellenos de manzana como castigo, persiguieron una libélula azul y treparon hasta el tejado de la iglesia.

¡Hermoso! 

La vista resultaba ser indescriptible. Las calles se entremezclaban con las casas, creando una enredadera de piedra y chimeneas; los habitantes parecían hormigas que transportan granos de trigo y frutos de castaño por todas partes, sin ningún orden aparente. Al fondo, el alcalde instruía a Sergi en sus nuevas labores; cortar leña, ayudar a cargar los carros, limpiar la explanada y cualquier otra cosa que le mandasen. Cerca de la explanada se levantaban dos torres que miraban hacia el exterior. Como agujas de pico fino y cuerpo dorado, imponían su presencia tanto a los que vivían dentro de las murallas, como a los que se acercaban por fuera. Majestuosas. El disimulado brillo del sol reverberaba en su superficie e iluminaba gran parte de la ciudad. Deslumbrante.

- Aquí seré muy feliz. –Afirmó Pierre-.

En el rostro de la niña se dibujó una sonrisa triste.

- Es hora de bajarnos. –Dijo ella-.

Un grupo de mujeres, que paseaban cerca de ahí, se detuvieron durante un momento. Susurraron, gesticularon, miraron con disimulada malicia e indiferencia, y cuando acabaron de contar sus cosas siguieron su camino mirando de reojo.

Pierre era muy joven para percatarse de dichas miradas. En realidad, era demasiado joven para entender cualquier cosa. El mundo se comportaba de una forma muy extraña, el viento no soplaba como siempre, nadie recogía las hojas de los almendros que curiosamente nunca estorbaban, los sonidos se mezclaban entre sí y formaban armónicas melodías. No se percibían estímulos externos. No había sobresaltos. No predominaban las leyes del tiempo.

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