Ciudad de niebla - Capítulo IX (9)

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IX

Los niños deambulaban por las calles de la ciudad sin ningún rumbo aparente. Pierre no sabía muy bien hacia dónde tenía que dirigirse y Amalia no quería que él llegase a casa de sus padres. Tengo que esconderle. –Pensó angustiada-. No puedo dejarles que le echen de aquí. Giraron hacia la derecha, luego hacia la izquierda y de nuevo hacia la derecha. Subieron cuatro escalones, casi tropiezan con la rueda de un carro y se apostaron en la pared oriental del muro.

- ¿Por qué nos escondemos? –Preguntó Pierre jadeando-.

- Tú sígueme y no mires hacia atrás.

Cuando estuvieron a punto de emprender de nuevo la marcha, el lechero, un hombre de avanzada edad, les abordó e intentó detenerles.

- Déjate de juegos Amalia. Sabes que debe marcharse.

Con la mirada cansada y las cejas despobladas, el languidecido hombre alargó sus escuálidos brazos y enganchó a la niña.

- ¡Déjala en paz! –Gritó Pierre y se tiró a separarles-.

El anciano se echó hacia atrás y apretó los puños. ¡No lo entiendes! –Gritó-. Este no es tu sitio. De su recién afeitada cara empezó a brotar una especie de masa verde viscosa, alargándose como una barba de cuarenta años; de sus orejas también. Eran algas. Sus zapatos se empaparon, su chaqueta se llenó de lapas de agua dulce y caracolas, su rostro se perdió ente la vegetación y un olor a pescado podrido flotó por el ambiente.

- ¿Qué te pasa? –Dijo Pierre asustado-.

- Este no es tu sitio… debes marcharte ¡Ya! –Gritó el hombre-.

Amalia cogió a Pierre de la mano y le tiró con fuerza.

- No le hagas caso. Corre y no pares hasta que yo te lo diga.

Los pies le pesaban y le costaba respirar. Las paredes del muro perdían su brillo, se rasgaban y se tornaban más ásperas. De entre las grietas, innumerables margaritas luchaban por salir a la superficie y tras respirar el aire nublado, sus pétalos blancos se desprendían de su amarillento cuerpo y, mucho antes de tocar el suelo, se marchitaban y se tornaban moradas. Y volvían a aparecer, y volvían a marchitarse, y un extraño olor a flores y hierba podrida invadía las fosas nasales de Pierre. Las aves observaban desde sus nidos impasibles; como si ya hubieran vivido este acontecimiento las suficientes veces, como para no asustarse ni preocuparse lo más mínimo. Retorcían su cuello, se acurrucaban junto a sus crías para protegerlas y esperaban.

- ¡No te pares, no te pares! –Gritaba la niña-.

Pierre quería escapar de aquello. Árboles brotaban sobre los tejados de las casas, ríos emanaban desde sus ventanas, los animales que aparecían repentinamente cambiaban de formas y colores; se difuminaban, desaparecían y volvían a aparecer en otra parte y con otro aspecto. Diferente… muerto…

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