Capítulo XXXI ''Las Islas''

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El mar estaba en calma pero a pesar de eso el casco del barco crujía bajo la superficie. Resultaba difícil de creer que aquella embarcación seguía a flote y avanzando.
El barquero encendió varios faroles y tomó el timón.
—¿Vais a contarme que se os ha perdido allí? 
Zed realmente dudaba que contarlo fuese una buena idea. Se fiaba menos de ese tipo que de Jhin. Y eso ya eran palabras mayores.
Lo miró receloso sin mediar palabra.
—Haces bien en no hablar.—añadió con un risita burlona. — no soy de fiar.
—Estaría bien que antes de hablar nosotros supiesemos algo de ti.—intervino entonces Jhin.
—Saber tu nombre al menos, sería lo más cortés por tu parte.—concluyó Ahri.
—¿Queréis saberlo? Está bien. Mi nombre es Caronte.
Jhin, que estaba entretenido haciendo girar su arma la sujetó, parándola en seco al oir las palabras del marinero. Sintió un escalofrío recorriendo su columna. ¿Donde se habían metido?
—¿Has dicho Caronte?
—Exactamente. Me da la sensación de que has oído hablar de mi.
Jhin se quedó mirando en su dirección sin encontrar las palabras.
—No sé porqué te sorprendes tanto virtuoso. Gracias a gente cómo tú y tus amigos yo tengo trabajo. —dijo Caronte con una gran sonrisa en el rostro.—Alguien tiene que encargarse de transportar las almas de los desgraciados hasta las Islas, y ese soy yo. El barquero del que hablan las leyendas. El que transporta a los desamparados al Tártaro.
—¿Estás diciendo que nos estás llevando hasta allí como si estuviésemos muertos? —exigió saber Zed.
Caronte rió.
—No exactamente. Estoy llevando a unos vivos al mundo de los muertos, consideradlo una especie de pase VIP. Los muertos no viajan tan cómodos. —dijo y señaló a las aguas.
Los tres se asomaron y vieron cómo bajo la superficie, pálidas auras se deslizaban tristemente por el agua. Rostros descompuestos y miradas perdidas. Había de todo, hombres y mujeres, niños, jovenes y ancianos.
Nadie se libra de la muerte.
Zed se imaginó a Syndra, pálida, débil, dejándose llevar por la corriente que la llevaba a una eternidad de frio y soledad. Se preguntó si un alma tan valiosa cómo la de Syndra habría tenido el mismo destino que aquellas que viajaban a la deriva al rededor del barco de Caronte.
—¿Aún consideras hermosa la muerte?—le preguntó Ahri a Jhin.
—Ciertamente, es un espectáculo triste. Sin embargo todas esas luces tenues bajo las aguas negras no dejan de ser una estampa hermosa.
Ahri agachó las orejas.
—Muchas de esas almas son inocentes.—murmuró.
—Tienes razón. Por si te lo preguntas, no soy muy propenso a asesinar a gente inocente.
—Nunca te había preguntado sobre eso ahora que lo dices.
—No te habría respondido de todos modos. Mi obra genera preguntas, pero no respuestas.
—¿Y porqué me lo cuentas ahora?
—Confio en ti.
Por alguna razón, Ahri no se esperaba aquella respuesta. Le sorprendió enormemente aquella repentina sinceridad y sintió que su corazón daba un vuelco. Llevaba mucho tiempo intentando que el virtuoso se abriese un poco. Jamás había sentido tanta curiosidad por alguien.
Esbozó una pequeña sonrisa mirándolo a los ojos. Sintió que por fin estaba cerca de descubrir el rostro oculto tras aquélla pálida máscara.
Jhin entrecerró los ojos y le dio la sensación de que sonreía a su vez.
Zed se quedó mirandolos en silencio. Cómo autoproclamado hermano mayor de Ahri, estaba sintiendo impulsos de golpear a Jhin. Sentía cierta química entre ambos y no sabía hasta que punto eso era bueno o malo. En los meses que habían estado viajando, Jhin y Ahri habían compartido largas horas de conversación. Parecían que podían hablar durante horas sin quedarse sin un tema de conversación. Sin embargo, a penas sabían nada el uno del otro. Jhin no se abría a pesar de los intentos de Ahri y ella a su vez prefería mantener su pasado en secreto.
A demás sentía celos. La única persona con la que Zed había compartido tantas horas de charla fue Syndra. Y la echaba de menos, mucho de menos.
Quería volver a hablar con ella, quería contarle todo lo que había vivido, oir su voz de nuevo, susurrarle lo mucho que la amaba al oído.
Hacia el amanecer, se vieron envueltos por una densa niebla verdosa. Parecía que podías cortarla con un cuchillo.
—Estamos cerca. —Anunció Caronte.—id preparandoos.
Cerca de media hora más tarde, el viejo barco de Caronte atracó en un muelle en muy mal estado.
—Fin del trayecto.
Jhin y Zed bajaron del barco y cuando Ahri fue a bajar, Caronte la detuvo.
—Espera.
Ahri se dio la vuelta.
—¿Qué sucede?
Caronte abrió una trampilla del suelo y sacó un pequeño cofre con costosos adornos de joyas.
Con una pequeña llave dorada que llevaba colgada del cuello lo abrió, y al retirar la tapa, un intenso brillo dorado iluminó su feo rostro.
Del cofre sacó un reloj de arena de unos 20 centímetros de longitud. Ya a primera vista se notaba que no era un reloj cualquiera. La arena era un finísimo polvo dorado y reluciente cómo el sol. La estructura que sujetaba la cápsula de cristal era de un perfectamente trabajado oro fundido.
El reloj en si era la joya más hermosa que Ahri había visto nunca.
Caronte se lo tendió y la mujer zorro sujetó aquella valiosisimo reloj con cuidado. Nada más tocarlo sintió que no era tan solo una joya. Era una reliquia poderosa por la que fluía la magia.
—Es todo tuyo, lo vas a necesitar.
—No puedo aceptarlo...
—Debes aceptarlo.—la corrigió el barquero.
—¿Porqué yo?
—Sé detectar las almas valiosas. La tuya lo es. Y sería una auténtica pena que se perdiese en el pozo de la muerte junto a todas las almas mediocres. La tuya es una de esas almas que merecen ser protegidas y este reloj de ayudará.
—¿Cómo funciona?
—Lo sabrás cuando lo necesites. Trátalo con cuidado, puede salvarte la vida.

La Soberana. [Zed x Syndra]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora