Capítulo 7: Dos «amables» criaturas.

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Capítulo 7: Dos «amables» criaturas.

Ana corría de aquí para allá, contestando las preguntas que le hacían. La empresa había contratado especialistas con el fin de estudiar el papiro, pero, según Ana, lo único que hacían era averiguar cosas que Richard ya había descubierto. 

A la chica le exasperaba eso. Se daban como sobreentendidos en el tema, pero solo robaban ideas de otros. Aun así, ella sabía que eso era completamente su culpa. Y eso le pesaba.

—Ana, ven aquí. —Se acercó hasta la mujer que ahora la llamaba. Su pelo era totalmente blanco por las canas, rondaba cerca de los cincuenta años, y era una superdotada en temas de idioma—. Dijiste que Richard descubrió que era un mapa de palabras, ¿cómo lo hizo? Es un idioma completamente desconocido para mí. 

Ana bufó.

—Ya le traigo las anotaciones de él, Blanca. 

Mademoiselle White, para ti —corrigió, con una falsa sonrisa.

—Como guste, madam White —dijo, enfatizando «madam». La aludida la miró mal—. Richard ya había encontrado el significado de muchas palabras, están todas ahí. 

Sin esperar la respuesta, salió disparada de la zona de oficinas. La mayor parte del tiempo la pasaba allí; Franco, su jefe, era muy estricto sobre la investigación del papiro. Cualquier oportunidad que tenía de salir, aunque solo fueran un par de pasillos de distancia hacia el almacén, la aprovechaba. 

—Héctor —llamó la chica—, ábreme el almacén, debo sacar algo. 

El fornido hombre asintió, tomando su tarjeta y desbloqueando la cerradura de la puerta.

—Debo acompañarla durante esté dentro —mencionó, pidiendo disculpas con la mirada—. Lo siento, señorita; órdenes del jefe. 

Ana solo entró, no había nada que esconder de su parte. El interior era espacioso, pero repleto de antigüedades y cajas. Había de estatuas, hasta anotaciones sobre la excavación. Esparcidos en una mesa, ubicada en el centro del lugar, estaban todos los expedientes de los trabajadores.

La mayoría tenían una marca verde sobre su tapa, menos dos, que en su lugar había una cruz roja. Esto no pasó desapercibido para la chica, que los tomó con rapidez. Una lágrima corrió por su mejilla a ver el nombre impreso en la hoja.

Sonrió, había posibilidades de que esté vivo. Siempre se limpiaban las pistas: cuando civiles presenciaban algo, en este caso trabajadores de la excavación, se los interrogaba para saber cuánto sabían; si no sabían nada, simplemente se les ponía una marca verde. También cuando el testigo moría. Pero, cuando no se podía hacer el interrogatorio, o no era segura la muerte, la marca era roja.

—¿Por qué marcaron estos dos como inconclusos...? —consultó Ana, dirigiéndose hacia su acompañante. Pero, en vez de encontrarse con él, solo vio desaparecer sus pies detrás de una caja—. ¿Héctor...?   

No obtuvo respuesta, solo unos débiles susurros.

—¿Hay alguien ahí?

—¿Lo mataste? —se escuchó una voz, se notaba preocupada. 

De inmediato se escuchó otra:

—¡No lo sé! Llevaba tiempo sin golpear humanos. —Era más gruesa que la anterior y sus palabras eran pronunciadas con torpeza—. ¿Y si le picamos los ojos?

Ana se acercó al origen de las voces. Su mano tomó instintivamente un largo trozo de metal, era pesado, pero estaba dispuesta a blandirlo si fuese necesario. 

Los pilares de la magiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora