Capítulo 10: Herida oscura.

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Capítulo 10: Herida oscura.

—No. No. Sí. Ah, no. Tampoco. 

—¡No desordenes tanto! —protestó Ana, volviendo a colocar los papeles en su lugar—. Un papiro no va a estar ahí. 

—¿Crees que es fácil hurgar entre papeles sin tener manos? 

Ana no contestó, solo precedió con su búsqueda. No parecía estar en ningún lugar, o al menos, no en el despacho de su jefe, el cuál la despediría inmediatamente —Dios quiera que solo eso— si se enterase. 

Mun se giró hacia ella, masticando la jarra de la cafetera.

—Algo te preocupa.

Ana le sonrió, apoyando sus manos en el escritorio.

—Es que todo es tan raro... el papiro, ustedes. —Hizo una pausa—. ¿Qué pasaría si no logramos encontrarlo?

—Mun dejaría de ser Mun. Y todos... —habló, pero un grito ahogado de Serfis lo hizo callar.

—¡Eureka! —exclamó desde el otro lado de la sala—. ¡Una entrada doble para ir a ver...! Hum, ¿tenis? ¡Qué aburrido!

Atrás de su cabeza, un papel color amarillo claro con un sello rojo que decía «IMPORTANTE», yacía pegado con lo que parecía un chicle. A lo lejos, se podía apreciar que la mayor parte de su contenido eran números.

Ana se acercó lentamente, sin quitar la vista del papel. El nombre «Richard Larsen» captó completamente su atención. Sin previo aviso, arrancó el papel, provocando un siseo en la serpiente.

De inmediato supo de qué se trataba. Era un documento bancario; específicamente, un informe de gastos de una tarjeta de crédito. Ana la reconoció al instante, era la que ella le había dado a Richard, debido a su pereza de sacar una. Su confianza era inquebrantable. Hasta incluso compartían una cuenta bancaria. Algo normal en ellos.

El gasto era de seis mil novecientos dolares, suma inusual en Richard. Pero eso no le llamó la atención, en cambio sí en qué se gastó: tres pasajes de ida a Shangái, China. Ahí había ido Richard, estaba vivo, motivo que en parte la alegró. Aún así, ellos sabían su ubicación, lo estaban espiando. Debía advertirle, no lo dejaría a su suerte dos veces.

Un ruido de fuera la despertó de sus suposiciones.

—Viene alguien, escóndanse —susurró Serafis, afinando su cuerpo lo más posible para caber en un rollo largo de papel que estaba apoyado en la pared. Ana y Mun prefirieron ocultarse en una especie de armario, donde había varios estilos de trajes.

Tan solo unos segundos después, la puerta se abrió. La oficina era un desorden. Había cosas con extraños mordiscos —como la cafetera— y papeles dispersos en el suelo. Un hombre robusto entró de forma cautelosa, observando su alrededor. Ana lo reconoció por una grieta en la madera de roble, era Franco, su jefe.

La chica tragó saliva al ver sus ojos: negros, demenciales. Asustada, retrocedió apoyando su espalda en los trajes, cosa que hizo un pequeño ruido. Los ojos de la criatura se movieron rápidamente en su dirección. A paso lento, se acercó al armario. Mun se mantenía rígido, sin aparentar miedo.

Para alivio de ambos, un jarrón cayó al otro lado de la habitación, lo que lo hizo cambiar completamente su atención. Ana sabía que solo sería una distracción temporal, era el momento de actuar.

Pero no esperaba la rápida reacción de Mun. Salió disparado del armario, convirtiendo su puerta en astillas, y tackleando a Franco contra el gran ventanal. Ana siempre escuchó decir que esos cristales eran irrompibles, pero al parecer, cuando son golpeados por un hombre de roca y una sombra, ceden fácilmente. Intercambiando puñetazos y agresiones prohibidas en cualquier tipo de pelea, cayeron al vacío desde un octavo piso. 

Los pilares de la magiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora