Capítulo 11: El Ejército del Alba.

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Capítulo 11: El Ejército del Alba.



Los garabatos brillaron anunciando la llegada. Las nubes se abrieron y dejaron posar la luna en su altar. Las hojas de los árboles danzaron en sus ramas, a causa de una cálida brisa. A unos pocos metros, un ciervo se sacudía bruscamente, a la vez que respiraba violentamente, soltando volutas de humo por las grandes fosas nasales. Luego de unos segundos, sus extremidades flaquearon y, como un saco de arena, cayó repentinamente al suelo. De su nariz volvió a salir mas humo negro, y de sus ojos, ya sin vida, se desprendió una perla con dos diminutas alas que se incrustó en una de las runas. Inmediatamente, las hojas secas se arremolinaron, y al calmarse, dejaron a la vista un círculo delimitado por runas. 

—El alma de un ser inocente arrancada contra su voluntad, —pronunció con firmeza un alto hombre, vestido por una larga túnica que le llegaba hasta los tobillos, manteniendo una postura rígida con los ojos clavados en el papiro, que sostenía con suavidad. Ni siquiera se inmutó por el balido de terror de una cabra que se desplomó a su lado, cuando una perla se desprendió de su ojo y se deslizó hacia una runa en el suelo— para que se recuerden las vidas que se perderán.

Richard veía dos imágenes superpuestas: la de una oscura noche, dónde la luna, desde lo alto del firmamento, intentaba penetrar en el frondoso bosque; y la de un nevoso día, donde el sol, desde su lejano trono, intentaba apaciguar el frío de un centenar de espectadores. De forma contraria, la primera imagen se encontraba exenta de curiosos, salvo algunas pequeñas aves que revoloteaban por la zona.

—Ceniza de un fénix que desistió de renacer —volvió a murmurar la voz, esta vez más débil y áspera—, para que se pueda volver a lo que una vez fue.

Franco, el jefe de la operación, y exjefe de Ana, se encontraba encabezando el grupo de espectadores, que rodeaban el lugar. Marck, ubicado apenas medio paso atrás de éste, miraba la escena con una sonrisa ladeada.

Franco le hizo un gesto con la barbilla, y Marck se adelantó. Sacó un pequeño tarro con cenizas de su bolsillo y lo vertió en una de las runas. En la escena opuesta, Richard observó como un pequeño viento se apresuraba a traer la ceniza, y la depositaba sobre una de las runas. Ambas fuentes brillaron.

—¿Por qué no esperamos a encontrar el otro portal, señor? Sabemos que está en Nueva Zelanda; hacia el sur. Estamos beneficiando a las luces... —inquirió una mujer de aspecto alicaído, de edad mayor; se asemejaba a un esqueleto con vida.

Franco abrió la boca para contestar, pero Marck, que se había adelantado un poco, tomó la palabra profiriendo un gruñido:

—No tenemos tiempo, Alicia. Al abrir uno, el otro también surgirá; no te olvides que hay quiénes controlan la balanza.

Franco no añadió nada, pero miró con rostro severo a Marck por su intromisión.

—Rayo de luz cuando el sol alcance su apogeo —pronunció con desprecio. Varios pusieron cara de desagrado, arrugando la frente—, para validar lo que queremos convocar.

«Bruma de una profunda oscuridad, —escuchó Richard en su mente, sobresaltándose— para ocultar lo que vendrá».

No tardó en identificar a que se refería: en la imagen uno, hilillos oscuros como les que habían acabado con el ciervo se desprendieron de la espesura del bosque, entrando a su runa correspondiente; en la imagen dos, en cambio, el sol brilló con más fuerza, y una de las runas comenzó a aumentar su brillo hasta volverse cegador. Luego de un par de segundos, la runa volvió a la normalidad.

Todos se habían ocultado detrás de sus abrigos y sus brazos, profiriendo agudos gritos. Los que no lo hicieron a tiempo, se refregaron los ojos con fuerza, adoloridos.

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