Preámbulo

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Ser una persona independiente sí que trae, sin duda, un montón de ventajas.
Libertad; el derecho indispensable para que un ser humano pueda y quiera ser tal. El permiso que nos damos a nosotros mismos para vivir lo que se tenga que vivir; volar, caer, vomitar, coger, existir. La libertad bien administrada nos lleva a la segunda gran ventaja de la independencia: la estabilidad emocional: seguridad en lo que hago, en lo que pienso, en lo que siento. Yo me permito ser feliz de cualquier forma que me traiga estabilidad emocional. Por ejemplo, si me dedico un martes a masturbarme, estaré feliz al menos hasta el viernes.

Ser independiente obviamente resulta interesante, y no por la cantidad de sexo casual que con suerte obtienes, tampoco por la fácil elección de qué comer en un día, ni tampoco por lo maravilloso de estar solo una tarde de sol anaranjado. Lo interesante de ser independiente definitivamente es lo rápido que puedes desprenderte de la gente que ya no juega un papel sugestivo en tu vida. Se hace fácil decirle adiós a los sofocantes sentimientos o a la pesada nostalgia de dejar algo en el pasado.  La gente tóxica se ve bonita en el pasado.

Ya sé qué pinta impuse de mí misma con todo esto: “la chica finge tener un corazón duro y que le vale una mierda kilométrica la gente. Una ridícula más que elige el negro para vestir y se pinta de colores el cabello para parecer aún más ruda y reseca de emociones”… y no hay nada peor que equivocarse formándose un concepto rápido de una persona.

No, no soy la chica del corazón duro, guardo emociones y sé llorar en ocasiones. Puedo decir que no me gusta ver morir animales ni aquí ni allá, y sí, se me salen las lágrimas cuando tengo un orgasmo. No me gusta tanto el negro para llevarlo puesto. Los colores me sientan bien, así que si tengo ánimo de ser un arcoíris, pues saldré a la calla revestida de un maldito arcoíris.

Si bien es cierto que las personas no son tanto de mi preferencia frente a un buen café, no me definiría a mí misma como una misántropa renegada o una sociópata entusiasta. Simplemente creo que nací con el don de no aferrarme si no lo quiero; de amar por un día y odiar al otro. Ya saben, algo así como una Summer Finn, y aunque yo no cause su efecto,  yo jamás abandonaría a Joseph Gordon-Levitt.

He descosido de mi vida a amigos, novios, prospectos de novios, consejeros vocacionales, jefes abusivos, jefes pacíficos, e incluso a mi padre; en fin, me sentí peor cuando tuve diarrea en el parque de diversiones, o cuando comenzó mi período el instante en el que estaba a punto de hacerlo con Josh en la parte trasera de su carro.
No conozco el amor entre un hombre y una mujer, nunca lo viví de cerca y no quiero sonar como un cliché pero sí, ciertamente dudo que exista o incluso que pueda estar en el aire como dice John Paul Young.
Tal vez mi escepticismo en ese ámbito influya un poco en mi abnegada repulsión por visualizarme a mí conviviendo con un hombre por más de una semana. Ya saben, desayunando con él, bañándonos juntos cada dos días, salir a pasear todos los sábados, regalándonos banalidades cada mes, o, cada año. Simplemente no lo concibo en mi sistema.
Podré ser una “puta”, una “zorra cualquiera”, una “Britney Spears de 2007”, pero prefiero adjetivos calificativos pasajeros, a un aparente  amor temporal y destructivo. Así no funciona mi estabilidad emocional.
Pero (me encantan los “peros”), aunque yo escriba mi vida en el presente, el futuro siempre resultará incierto, para todos, y mi única solución para lo que venga será la resignación y un temblor en mi ojo derecho.

Muerte al RosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora