Hector alzó la mano con solemnidad en un juramento a la manera de los boy scouts.
H: Lo juro (dijo)
F: Hablo en serio. Una sola mención de la palabra deseo, no me importa en qué contexto, y dejo a Lorenzo en tus rodillas y me marcho.
H: Trato hecho (prometió y sonrió con agradecimiento)
Fernanda no quiso decirle que ver la televisión a su lado era exactamente como ella quería pasar esa noche; si lo hacía, podría estimularle para que mencionara otra vez sus deseos. De manera que limitó sus comentarios a temas inocuos, como lo ridículo de algunos anuncios y la inexplicable preferencia de Lorenzo por ella.
El bebé se comportaba razonablemente bien en su regazo, pero cada vez que ella hacía el menor movimiento, soltaba un chillido de alarma. La breve visita de Fernanda al cuarto de baño provocó sus protestas a un nivel de sonido más alto que los decibeles en una discoteca y cuando ella volvió a la sala, los gestos de Hector eran los de una víctima torturada por la inquisición. Casi arrojó a Lorenzo a los brazos de ella en cuanto ésta se volvió a sentar en el sofá. Como por arte de magia, el bebé se calmó.
A eso de las nueve de la noche, vio que Hector cabeceaba.
F: ¿Por qué no te vas a acostar? (sugirió)
La mirada somnolienta de Hector se desvió hacia Lorenzo, quien estaba sentado muy erguido en el regazo de Fernanda y trataba infructuosamente de cogerse un pie con las manos.
H: ¿Qué harás tú? (le preguntó)
F: Terminaré de ver este programa de televisión y luego trataré de dormir a Lorenzo. Cuando lo consiga, le meteré en su cuna y me iré a casa,
H: ¿No te importa que te deje sola con él?
F: No eres precisamente una compañía muy animada. Apenas voy a notar tu ausencia (dijo sonriendose)
Hector aceptó su comentario con una sonrisa cansada. Se levantó del sofá, bostezó y se dirigió lentamente hacia las escaleras.
H: Te agradezco de verdad lo que estás haciendo por mí, Fernanda. Ah, y no se te olvide cambiarle el pañal antes de meterle en la cuna, ¿eh? Dejaré un biberón lleno en la cocina, seguramente tendrá hambre dentro de un rato.
F: No necesito instrucciones (gruñó) Después de todo soy mujer y las mujeres nacemos con una sabiduría congénita respecto a estas cosas, ¿no es cierto?
Hector sonrió ante el sarcasmo y contraataco:
H: De acuerdo, pero cuida bien de mi sobrino mientras descanso y quizá algún día te lo pague como mereces.
Antes de que Fernanda pensara en una réplica ingeniosa, Hector ya se había ido. Riendo con suavidad, volvió a concentrar su atención en el bebé. Lorenzo no parecía cansado, pero mientras estuviera de buen humor a ella no le molestaba permanecer con él. Ignorando el programa de televisión, puso los dedos entre las manos del pequeño y vio como él se los aferraba uno por uno con esa concentrada atención de los bebés. Le hizo cosquillas en el estómago y él rió.
No creía sinceramente que su cariño por Lorenzo naciera de algún instinto maternal congénito. No había nada de congénito en ello. Por el contrario, había aprendido a quererle, como había aprendido a cambiarle el pañal y a vestirle, a alimentarle y jugar con él. Quizás estuviera disfrutando de su compañía por la satisfacción que le producía haber conseguido cuidar a un bebé, o quizás se debiera a que se estaba acercando el día en que ella se iba a convertir en madre...
Pero ese día todavía estaba muy lejano, se recordó. Sólo tenía veintiocho años; tenía pensado ascender todavía algunos escaños más en su escalera profesional antes de pensar en formar una familia. La maternidad era un proyecto muy interesante, pero no estaba dispuesta a abandonar sus metas profesionales en ese momento en que su carrera podía verse amenazada por la maternidad.
Era joven; tenía tiempo. Sin embargo, la tarea de cuidar de Lorenzo había dado a aquella cuestión un nuevo matiz. Fernanda ya no se preguntaba si sería madre. La cuestión ahora era cuándo lo seria.
Aunque Lorenzo seguía bien despierto a las diez, Fernanda decidió darle el biberón para ver si se dormía. El niño se lo tomó con entusiasmo, luego se arrellanó en sus brazos de y empezó a tirar de uno de los botones de su camisa. Tenía los ojos muy abiertos.
Eran unos ojos muy bellos, observó. Igual que los de Hector. Fernanda pensó en el hombre que dormía arriba y sonrió.
Le aliviaba inmensamente la forma en que había transcurrido el día. Habían trabajado bien juntos y, lo mejor de todo, en ningún momento la había elogiado por sus brillantes conceptos y sus ideas acertadas. Quería impresionarle, por supuesto, pero si la hubiera elogiado por sus logros, se habría indignado con él. Pero él había aceptado sus sugerencias con naturalidad, como si en ningún momento hubiera dudado que pudieran ser aceptadas. Ella consideraba esa actitud más halagüeña que cualquier elogio. Trabajaban bien juntos, reflexionó, y jugaban bien juntos. Si Hector se sentía lo bastante relajado en su compañía como para irse a dormir mientras ella permanecía en la casa, y ella se sentía lo bastante relajada como para quedarse mientras él dormía. ¿Dónde estaba el sordo antagonismo que ambos habían abrigado el uno por el otro durante los pasados cuatro años?
Lorenzo había permanecido mucho tiempo inmóvil y callado, y cuando ella bajó la mirada hacia él, se dio cuenta de que estaba a punto de quedarse dormido. Se lo echó al hombro y se puso de pie. Sentía las piernas entumecidas después de llevar tanto tiempo sentada con el bebé en el regazo y esperó a que la sangre volviera a correr por ellas antes de subir las escaleras hacia la habitación del niño.
Dejó la puerta del cuarto abierta y cambió el pañal de Lorenzo con la luz del pasillo, para que no se espabilara. Después le meció canturreando una canción de cuna y el bebé no tardó en caer profundamente dormido.
Le dejó en la cuna y salió del cuarto con sigilo. Todavía sentía las piernas agarrotadas y se dio cuenta de que ella también estaba agotada. Decidió prepararse una taza de café antes de irse a su casa. Necesitaría una fuerte dosis de cafeína para mantenerse despierta mientras conducía.
Una vez que el café estuvo listo, se sirvió una taza y la llevó a la sala para tomársela allí. La luz de la lámpara en la mesita lateral le hacía daño en los ojos, pero no se atrevió a apagarla. Si lo hacía, estaba segura de que se quedaría dormida. Se acomodó en el sofá, sopló al café para enfriarlo y le dio un sorbo. Su mirada cayó sobre el montón de notas que Hector y ella habían recopilado aquella tarde. Con razón estaba cansada, se dijo.
En un solo día había hecho sus faenas domésticas, había jugado en el parque, trabajado en el plan para un sondeo de mercado y cuidado a un bebé. Mientras daba otro trago al café se preguntó si una sola taza bastaría para despertarla.
El sofá era demasiado confortable, decidió, y el café demasiado caliente. Dejó la taza en la mesa, se quitó las sandalias y se acomodó entre los mullidos cojines. Sólo una pequeña siesta, se dijo, mientras se le iban cerrando los ojos. Un cabeceo de unos diez minutos le daría energías suficientes para conducir hasta su casa.