Para Fernanda, el hecho de no ver a Hector en toda la mañana la inquietó más de lo que le parecía lógico. La verdad era que lo extrañaba y mucho, pero también extrañaba sus besos, sus abrazos en fin todos sus mimos y caricias por lo que ya pensaba que era adicta a éstos. Saber que estaba en el mismo edificio que ella, separado sólo por unos centímetros de cemento, era suficiente para casi volverla loca. No era que deseara olvidar su trabajo y pasarse todo el día con él, jugando, riendo y haciendo el amor, pero sí deseaba compartir al menos una sonrisa, una palabra de afecto o un comentario privado, una caricia sutil. Sabía que lo mejor era mantener las distancias en el trabajo, pero le echaba de menos.
A la hora de la comida Fer se sentó con dos asesores, quienes inmediatamente interrumpieron sus comentarios sobre el partido de fútbol del día anterior, en deferencia a la dama que se hallaba entre ellos. Cuando Hector entró en la cafetería algunos minutos después y le negó incluso una inclinación de cabeza a modo de saludo, Fernanda sintió que algo se marchitaba dentro de ella, una parte sensible que anhelaba la ternura de Hector como nunca había anhelado a nadie.
Durante casi cuatro años él había entrado en la cafetería sin saludarla y eso no la había afectado lo más mínimo. Pero ahora… ahora era diferente. Ahora sabía que podía disipar la soledad que la había invadido durante toda su vida. Verlo allí, en el mismo lugar, y no poder correr a su lado, abrazarlo y besarlo, o por lo menos saludarle, acentuó su sensación de soledad.
Era ella la que había fijado las reglas, claro, y sabía que la discreción era importante, pero... ¿tenía que sentarse él en una mesa ocupada por un montón de secretarias, como un gallo en el gallinero? ¿O como un sultán en su harem?
Nunca había sentido celos. No era una mujer insegura. Hector le había demostrado que la consideraba atractiva y excitante. No le creía tan frívolo o inconsciente como para considerar el fin de semana que habían disfrutado juntos como algo pasajero y sin importancia.
Sin embargo, le irritaba que él hubiera adoptado de nuevo sus habituales aires de don Juan.
Trató sin mucho éxito de ignorarle durante la comida.
Trató de participar en el diálogo de sus compañeros de mesa, pero perdió el apetito y encontró poco divertida la charla sobre política internacional. Cuando se excusó y se levantó de la mesa, sus compañeros apenas notaron cuando se fue.Ella tenía la culpa, se dijo al entrar en el baño. Ella había fijado las reglas. Reglas razonables, tenía que admitir. Se peinó e hizo una mueca a su propio reflejo. Suspirando, se pintó los labios y salió. Decidió subir a su despacho por las escaleras con la esperanza de que el ejercicio la ayudara a serenarse. Cuando llegó su área de trabajo, se dirigió hacia la sala de descanso para prepararse un café.
Se detuvo en la puerta de la sala. Isabel estaba frente a la cafetera, echandole agua. Hector se encontraba a su lado, apoyado contra la pared. Ninguno advirtió la presencia su presencia y ella retrocedió con presteza para esconderse detrás de la puerta. Ya no los podía ver, pero sí oírlos.
H: Cuanto antes pases a máquina las preguntas de la encuesta, mejor, Isa (estaba diciendo, "Isa, ¿era necesario llamarla con un apodo tan corto como su falda?" observaba y se quejaba en su interior)
I: Ya sabes que haré lo que sea por complacerte, Hector (le aseguró con voz coqueta)
Fernanda apretó los labios.
H: Ese café huele muy bien (comentó) Ojalá supiera preparar café. Me han dicho que el café que hago sabe a agua de fregar.
I: Cualquiera puede hacer un café decente (dijo sin apartar su maldita sonrisa) Si quieres te enseño.
H: De acuerdo (dijo él) El único problema es que si aprendo a preparar buen café, ya no tendré excusa para pedirles a los demás que me lo preparen.