¿Quieres visitar los archivos del Corel?
—¿Qué... dónde... cuáles archivos?
—Tenemos que hacer una investigación sobre tecnologías foráneas y civilizaciones extraterrestres. En los archivos bien habrá algunos libros o documentos que nos ayuden a aclarar y resolver situaciones. Digo, por si quisieras saber algo, vamos con el Rey Kallias, así que...
—¡Ah, claro! Creo... que entiendo. Sí, quiero ir.
—Bien. Iremos dentro de algunos días. Te avisaré.
Sigurd se alejó a su destino original: estaba de paso y, al toparse con Abaddon, aprovechó la oportunidad para avisarle. En cambio, Abaddon tenía un destino más incierto... nada, de hecho. Tenía propósito, pero no dirección. Quería volver a toparse con...
—Oh, disculpa —lo aventó accidentalmente una mujer—. Estaba desprevenida.
—No te preocupes, no pasa nada.
—Ah, pero si no eres tan adorable. Buenas tardes, soy Medea... Medea de Circe —le extendió la mano aquella bella mujer.
—Buen día, soy Abaddon.
—Ah, qué gusto saludarte. ¿A dónde ibas?
¿Adónde?
Para decir la verdad, no podría (porque ni el la sabía). Para inventarse algo, se tardaría más de lo adecuado y resultaría incómodo. Y para responder, solo dijo: «A las torres». Pensó que tal vez, si buscaba donde por última vez la había visto, quizás la encontraría de nuevo, y, con eso en mente, el subconsciente lo traicionó.
—Ah, ya veo. ¿Y para qué, un joven tan apuesto y talentoso, querría ir para allá?
—A ver el paisaje —se tardó en contestar.
—Vaya, qué hermoso. Debo irme. Espero pronto volver a verte.
—Hasta luego —le agitó la mano a la mujer con cortesía.
Cuando Medea se alejaba, Abaddon todavía la miraba, después recordó qué hacía y siguió caminando.Desde los patios del Corel subió hasta las torres, pero surgió una duda: ¿a cuál? Trató de recordar su último encuentro, sin embargo, los eventos le habían dejado conmocionado, y ahora no podía recordar claramente. Intentó repasar todo, desde que entró al castillo, sintió las energías, recorrió gran parte de los edificios, recibió la capa... De pronto, le surgió una posible solución: un encantamiento de recuerdos. Una vez que estaba en los adarves, se percató que nadie lo veía... o, al menos, eso creyó. El sol apuntaba a las siete de la tarde: aún faltaba, aproximadamente, una hora para el anochecer. Posó su mano derecha sobre su pecho, en el centro, y tomó algo que jaló hacia abajo, le dio tres vueltas enfrente de él y lo lanzó hacia el horizonte. Una bola plateada explotó apenas afuera de las paredes, formó un lago visual que le indicó a dónde ir. La imagen mostraba el ocaso y a Abaddon conversando con Amanda. Inmediatamente vino a él el recuerdo. Giró hacia el lado de Agua y la conversación se materializó en su cabeza: «Soy agua, me sienta mejor venir por acá cuando quiero[...]. Además, la vista es hermosa siempre». Además de que concluyó que no estaba prestando suficiente atención, también resolvió que su asistencia no era estrictamente diaria, sino dependía a preferencias personales: quizás no la vería esa noche...
Aun así, fue y la esperó: giró con una punta de su capa entre sus dedos, ella lo envolvió y apareció ahora en unos bloques con un pequeño tinte de azul, muy tenues. Se recargó a esperar, mientras buscaba entre el mar y el sol esa sonrisa. Algo lo tenía buscando y anhelando. Firmemente estaba mirando a lo lejos, como si quisiera descomponer el escenario y encontrar consuelo por su ausencia. Estaba perdiendo la paciencia y se prometió que, una vez que el sol se metiera, él se retiraría, pero que seguramente volvería... De verdad quería volver a verla.
Todos los días salía de casa con una sonrisa y la esperanza de que quizá ese día la vería al fin. Sigurd parecía muy enfocado en un problema y no le prestaba tanta atención para percatarse de que su hijo salía siempre a la misma hora, iba al mismo lugar y regresaba sin nada nuevo, con las manos vacías, pero los ojos llenos de un brillo cada vez que pensaba en topársela. La esperanza iba disminuyendo, pero, el amor de los buenos, como el vino, mejora con el tiempo. Estaba comenzando a dudar y a querer desistir. Afortunadamente, la paciencia le había sido enseñada de la mejor manera y por la mejor persona. De nuevo salió, pero ese día fue más temprano y caminó un poco más por el castillo. Debido a esto, se volvió a topar con Medea.
—¡Oh, Abaddon! Qué bella coincidencia. ¿Cómo te va?
—Ah... Hola, Medea, qué tal.
—¿Qué te trae por aquí estos frescos días de enero?
—Serán las nubes, o será el viento, que me avisa la venida de febrero.
—Oh, eres Aire. ¡Fascinante!
—¿Lo es? Siento que no puedo sacarle provecho: quizás alcancé el tope de conocimiento público, y mi gurú no me permite ver más allá. Me deja creyendo que solo resta el lado oscuro.
—Ah, pequeño... Creo que te puedo entender. A tu edad, una sed de conocimiento y habilidad me permitía devorar las palabras y encantamientos de libro tras libro. A pesar de que carecía de tu facilidad ventajosa, avancé mucho más de lo que alguna vez pensé que podría. Sin morbo ni pena me aventuré a atravesar los límites de lo permitido. Alguna vez, en mis manos, hubo un libro que me permitió acceso a tanta información. Hoy están, ese y otros más, vetados de llegar a manos mortales como las mías o las tuyas. Pero seguro hallarás tu camino hacia el poder. Mi discípula es muy juguetona y un poco distraída, aun, hace su trabajo muy bien: es muy dulce y simpática, sus trucos le salen fantásticos y su dedicación es maravillosa. Ojalá algún día la conozcas, creo que se llevarán bien.
La recomendación y el orgullo de Medea por su estudiante le importaron en lo mínimo y le resultaban odiosos, que no eran asunto suyo. Pero la intuición en segundo plano le decía algo que él no quería creer, pero debía corroborar.
—Claro que sí —cambió la respuesta que tenía planeada—, sería genial. ¿Cómo se llama? —terminó preguntando, con miedo.
—Ella se llama Amanda. Si la ves por la calle, tienes que reconocerla; es imposible ignorarla. Y, en el caso que tuvieras duda, carga un anillo muy... peculiar, que se extiende hasta su antebrazo.
—Ah... Quizás la vea. Tengo que irme, Medea, discúlpame.
—No te preocupes, querido. Y, cuando quieras saber cualquier cosa, búscame. Quizás podamos llegar a un acuerdo.
—Claro, gracias, Medea.
No daba crédito a aquello. Más bien, no quería creerlo. No porque fuera Medea o Amanda... mejor dicho: sí, así era. Por aquella coincidencia. Andar buscando una estrella, teniendo el sol enfrente. Mientras lo pensaba, continuó caminando y giró para ver el sol, que apenas era perceptible una fracción de él sobre las gruesas y altas paredes del castillo. Supo entonces que era tiempo de esperar de nuevo, ante el ocaso. Ahora caminó hasta allá arriba, y en su paso hubo gente, estructuras, arte y viviendas, subió miles de escaleras en diagonal y en espiral, pisó piedras sueltas y observó notas vulgares en las paredes, y también olió la humedad y el moho en ellas. Cuando al fin llegó a lo más alto que podía, y su vista tomó, a grandes rasgos, pequeños detalles de su querido hogar. Las zonas boscosas, los lagos y ríos, la zona vacacional de Fedelm, una playa... el mar. Reaccionó inmediatamente cuando se dio cuenta de lo que estaba reflexionando. Caminó apresurado al lugar donde por última vez había visto a Amanda para volverse a encontrar con ella. Pronto, moderó su ritmo: supuso que, en el afortunado caso de encontrársela, verse con prisa no le haría quedar bien. Al llegar a la loza de siempre, que ya recordaba sus pies, miró a la izquierda. Ya casi se besaban el sol y el agua. Creyó de nuevo que tampoco asistiría ese anochecer. El cielo tronó y Abaddon se estremeció en su lugar, para cambiarlo dándose una vuelta completa. Teniendo en mente que esa vez tampoco seria su día ya se disponía a retirarse... y por última vez. De esquina a esquina, el castillo tenía cinco torres, contando la de sus ejes (siendo estas las principales), y, por lo tanto, cuatro secciones intermedias. Para caminar por los adarves, se deben de atravesar las torres, que funcionaban como casetas de seguridad. Solamente dos personas ya no requerían revisión: por lo consistentes que eran con sus visitas, eran bien conocidos y el protocolo era raramente seguido. Así que, cuando Amanda azotó la puerta de la torre, detrás de Abaddon, después de su retraso causado por una revisión —debido a que tenía bastantes días sin pasar por allí—, él se volvió y la miró. Ella no supo que él estaba allí, acompañándola, ni que tenía varios días ya con la esperanza de volverla a ver. Así que solo se recargó sobre las piedras. Miró un poco y recordó el último día, el previo a este que vio un atardecer tan bello. Más que esos rayos de luz, recordó otros y, muy adentro de ella, también deseaba volver a verlos, pero se rehusaba creer que lo quería. Cerró los ojos y recordó poco. En su mente estuvieron su madre, sus hermanos, familia, momentos agradables y momentos inolvidables... y ahora estaba Abaddon. Cuando Amanda abrió los ojos, una lágrima pesada cayó y ella la atrapó en el único ojo visible del pavo real en su anillo. Un brillo recorrió cada vena de metal verde encendió cada pequeño pigmento azul, y los recuerdos de morado la llamaron. Abaddon sintió pena por pensar en interrumpirla, pero también quiso ser un poco egoísta e intervenir para hablar con ella de nuevo.
—A...A... ¿Amanda? —La chica se sorprendió y giró. El anillo dejó de brillar.
—Hola... ¿Qué haces aquí?
Abaddon no veía venir esa pregunta y ahora no sabía qué le podría responder.
—Estaba de paso... Qué grata coincidencia, ¿no? —trató de evadir a Amanda.
—Ah, sí... De hecho, tenía bastante tiempo sin venir. Estaba tomando unas lecciones largas tomaba mucho de mi tiempo.
—Oh, qué interesante. A mí me gusta aprender.
—Yo solo lo disfruto, no es uno de mis intereses primordiales. Más bien porque no los utilizo.
El cielo volvió a tronar y a Abaddon le recorrió una sensación por el cuerpo, como si la descarga fuera dirigida hacia él: quizás escalofríos, pensó él.
—Parece que va a llover —temió Amanda.
—Sí, el día se está volviendo muy ventoso.
—Querrás decir la noche, ya oscurece...
—Ah, sí —Abaddon observó la oscuridad—. Qué bonito.
—Sin duda. Bella noche de luna llena. Me gusta ese color: azul noche de luna.
—¿Existe?
—No tengo idea. Y, si no existiera, ya he nombrado un color.Era, quizás, el color más efímero de todo el día. Y tan difícil de encontrar. El azul perdía potencia mientras el sol se retiraba. Solo una pequeña linea de color quedaba como reminiscencia de ese astro. Cedía su lugar para la llegada de la reina de la noche. Se posaba encima cuando todavía quedaba una pizca de lo que se llamaba día. Y ese azul, que se fundía con el morado y luego el negro, era el color favorito de Amanda. Por ser azul, por ser ese azul, y por ser tan difícil y efímero
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Kumari Kandam: Lemuria
FantasyAurora es una prestigiosa investigadora de Lemuria, valiente, inteligente y hay algo especial en ella. Su civilización se mantiene oculta del mundo exterior, oculta del hombre común, pero considera revelarse y entablar acuerdos para el bien de ambos...