Petit i Simple

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Sigurd estuvo seguro de que Aurora cruzara al otro mundo sana y salva, a través de las puertas de Lemuria, al atravesar el Océano Pacífico y al llegar a su nuevo hogar: en Sarapiqui, Heredia, Costa Rica.
Cuando cruzó la entrada a Lemuria, Aurora apareció en Las Islas de Pascua, y allí un hombre con un vehículo la llevó a un puerto, donde otro hombre con un bote la esperaba. Viajó por el mar hasta llegar al puerto de Costa Rica, atravesó hasta arribar a su último destino. Todos los que la llevaron de un lugar a otro, eran cómplices de Sigurd en ese lado del mundo. Cada uno sabía quién era ella, adónde iba, pero no por qué estaba allí. En ningún momento ella se sintió vulnerable o fuera de lugar, se sentía segura y ansiosa por descubrir nuevas cosas.

El pueblo donde vivió Aurora era muy pequeño, pero con todo lo necesario para ella y para los demás. Todos se conocían: sabían sus nombres, sus profesiones y se saludaban todos los días, a cualquier hora. Era necesario recorrer distancias medianamente cortas para llegar a cualquier lado. Aurora tenía una casa mediana, para ella sola, rodeada de árboles y su patio regado de un césped tan verde como el del pavo real de Amanda, las ventanas decoradas con rosas por debajo, y el patio trasero lleno de más plantas. Cada mañana se levantaba, preparaba un poco de café para tomar con su desayuno y salía toda la mañana. Por la tarde, cuando regresaba, preparaba algo para el almuerzo y volvía a salir. Y en la noche, regresaba a la casa, cenaba y leía antes de dormir. Sus platillos eran sencillos y nada parecidos a los que comía en su hogar en Fedelm, variaban por los recursos en ambos lados, aunque su sazón siempre fue el mismo. Tenía una costurera como vecina, y todo el pueblo acudía a ella para vestirse, Aurora no era excepción, solo que sus gustos eran peculiares, para nada similares a los de las otras personas. A pesar de sus peticiones nada comunes, su vecina nunca rechazó ninguna, alegando que le quitaba lo aburrido que le costaba confeccionar las otras prendas. Muy pocas personas leían en Sarapiqui; de ese minúsculo porcentaje, Aurora leía más que nadie. Había algo en ella que la incitaba a esa buena costumbre, una fuerza muy poderosa, inmune a cualquier encantamiento utilizado en Lemuria: la costumbre.

Sigurd la monitoreaba desde un artefacto que se usaba en el Corel, tan común como cualquier otro medio de comunicación. Pero, por razones éticas, las posibilidades de encontrarse una afuera de las paredes del castillo del Concejo eran nulas: se restringía utilizarlos sin supervisión. A través de una esfera de esmeralda pulida, suspendida en el aire, adentro de un cuarto oscuro, donde el piso era de niebla y una luz muy tenue, le permitía a Sigurd apenas, ver a una muchacha provinciana, saludar a la gente por la calle, con una bolsa llena de libros. En las primeras sesiones, no le pareció incongruente la identidad que tenía su discípula, asumía que era parte del plan, hasta que un ritual perverso, disfrazado de una actividad cotidiana, destruyó su despreocupación, sustituyéndola por susto. Trató de conservar la calma, sabiendo que debía haber una solución. Si no pudiera revertir los efectos invirtiendo el proceso, podría aplicar alguna magia ancestral. Debería poder solucionarlo.
—Esto debe ser nuevo, Alteza. Podría deducir de qué se trata, pero no tengo seguridad de nada —advirtió Sigurd cuando Kallias se presentó en la habitación a medio iluminar—. No lo veía venir.
—Veamos... ¿de qué se trata?
La esfera comenzó a echar luz desde sus entrañas: poco a poco, esa iluminación alumbró, cada vez más, el rostro de los hombres. Las formas de luz maduraron a imágenes; y de imágenes sin sentido, a una serie de eventos muy claros. Efectivamente, Aurora seguía una rutina muy sencilla, sin embargo no estaba cumpliendo su verdadera misión. Esto no fue razón para desconfiar, ambos sabían que no era el tipo de rebeldía del que preocuparse. Algunas veces las personas presentaban el mismo caso, tan solo por querer escapar de Lemuria o dar información vital: traidores. Infortunadamente, Aurora no sufría del mismo mal.
Después de rebobinar todo su día, al término, mientras leía, escuchaba la radio. Se acostaba en su cama, alado tenía una consola, la encendía y escuchaba. Al principio solo eran canciones de la época, locales e internacionales, éxitos alrededor del mundo. Aurora solo movía la cabeza de lado a lado cuando una canción le gustaba. Después, entraba la ausencia de las melodías y venía una estática. En ese momento, el libro desparramaba sus letras en vano, las hojas aún se sostenían por las amables manos de su poseedora, pero ella ya no lo necesitaba. Solo mantenía una sonrisa vacía, falsa. No veía a nada pero a todo le lanzaba su dulzura, hecha amarga miel por su rostro pálido. Poco a poco, su cara se derretía, todo se fundía en un solo gesto y desaparecía esa Aurora que hasta entonces habían conocido. Ya no les pertenecía ni a Kallias ni a Sigurd. Ya no era lemuriana... Quizás tampoco era humana.
Al día siguiente, una mujer se le acercó y le preguntó si querría ir al templo.
—Creemos que estás lista, hay un nivel esperando por ti. Ven, anda. Te enseñarán cosas que nunca viste y nunca habrías sabido, ¿entiendes?
—No lo sé... ¿Dices que me conviene?
—¡Claro que sí! Más de lo que te imaginas. Si te decides ir, será a las seis, detrás de la tienda de Don Marcos.
—Pero solo hay una colina.
—Ve... y sabrás.
Ella estaba indecisa, era muy evidente, pero también tenía mucho interés de ir y descubrir «cosas nuevas, jamás conocidas». Sin embargo, el interés no era genuino, estaba impuesto por esa fuerza que Sigurd no había reconocido. Y ahora, su discípula se acercaba a algo desconocido, un peligro para ella y un riesgo para Lemuria. Fallarían en su promesa de conservarla sana y salva.
Cuando llegó la hora, Aurora se preparaba para asistir al evento. Mientras, entre los océanos, Sigurd estaba cagando ladrillos junto a Kallias.
—Si fuéramos a encontrar una solución, mi estimado, necesitaríamos varios días. Verás: los archivos del Corel están bajo mil y un llaves. Para solicitar un permiso de admisión, se requieren de tres días para recibir respuesta y, en caso de ser positiva, estaría programada para dentro de dos semanas. Tenemos que hacer algo rápido. Debes encontrar la manera de evitar que vaya: intercéptala.

Aurora estuvo a punto de salir de su casa cuando vio que el día estaba ventoso y creyó que próximamente haría aun más frío así que regresó y tomó lo primero que pudo, una capa ligera con capucha. Cuando salió, por las calles no había nadie, todo estaba apagado y solo escuchaba al viento silbar, entonces decidió ponerse la caperuza. Siguió su camino hacia la casa de Don Marcos, y cuando llegó miró por la ventana hacia la sala de estar y no vio ni luz así que ahora se dirigió a la tienda, que también estaba cerrada. Siempre a esa hora ya estaba en su casa y no volvía a salir: o estaba preparando la cena o ya había terminado de cenar, algunas veces leería o, si salía, iba con Doña Sira. Por esto, nunca se había percatado de lo silenciosa que podría ser la ciudad a esas horas, hasta ese 6 de junio a las seis. Avanzó un poco más y vio el callejón que daba hacia la colina. Comenzó a caminar, los árboles empezaron a cerrar el cielo y la visibilidad lateral. Mientras avanzaba, más allá de los arboles solo veía oscuridad, pero al frente la llamaba la salida. Escuchó un crujido y se detuvo. Estaba congelada, no quería moverse por miedo: miedo a ver qué había más allá de su nariz, más allá de la realidad. Pasaron quizá tres minutos antes de que se permitiera respirar, entonces comenzó a caminar de nuevo. Lenta, crujía las piedras (unas se rompían, otras tronaban con las demás), las ramas y crujía las hojas regadas después de su vida, muertas, secas. Paralelamente, la figura desconocida, recientemente acosadora, imitaba sus sonidos, su ritmo. Aurora decidió no reparar en ello, sino seguir caminando. Pensó, equivocadamente, que seguir caminando, ignorándole, le haría dejarla en paz. Su acosador quiso recuperar su atención, así que cruzó el camino de un lado al otro para amenazarla. Ella solo saltó en su lugar. Lentamente y con miedo, giró a la izquierda y sus ojos conocieron los de su acechador... ¿acechadora? Tenía rostro femenino, pupilas dilatadas, retina ambigua, labios carnosos, rojos. Dejó de ser un bulto negro dentro de la negrura del crepúsculo para transformarse en una estatua de la muerte. Se separó de las arboledas para interferir en el sendero de Aurora. Enfrente de ella, la pequeña mujer parecía que quería ser devorada por su capucha, esconderse detrás de cualquier cosa. Sin embargo, se armó de valor: ignorando el miedo a que le pudiera atacar en un descuido, corrió a su derecha y tomó una rama gruesa. Con su nueva arma, se acercó y trató de amagarla.
—Tú no perteneces aquí —le sugirió aquella desagradable presencia. Incongruente que su voz hubiera sido tan suave y amable, ligera como la luna surgiendo y tan clara como su piel.
Aurora lanzó la rama y se echó a correr de regreso a casa. La dueña de aquella bella voz no sufrió daño alguno: en cuanto Aurora huyó, hizo lo mismo. Se desvaneció en una nube negra que se regó por los aires de Sarapiqui.

Kumari Kandam: LemuriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora