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Sigurd consiguió justo lo que estaba buscando y regresó a Lemuria con todo comprendido y una advertencia, una nueva amenaza de la cual preocuparse. No esperó nada para ir de inmediato con Kallias: se dirigió al Corel para mandarlo llamar, pero en su camino se dio cuenta de que sería una imprudencia no convocar a todo el Concejo y a la realeza. Sin embargo, tomaría más del tiempo del que pudiera disponer Sigurd para reunirlos a todos, y además esperar a que estuvieran disponibles. Infortunadamente, era una situación que ponía en riesgo a los humanos comunes, como también a los lemures; pero, afortunadamente, la situación, que debía ser tratada con urgencia, le daba la ventaja a Sigurd de clasificar la reunión con ese grado de importancia y agilizar el proceso. Una vez que terminó con el protocolo, esperó veinte minutos y lo llamaron para entrar al Salón Real. Como iba entrando, las demás personas también estaban asumiendo sus posiciones: los Representantes del Corel iban subiendo a un nivel más alto que los cinco pares de reyes, tomaban sus asientos y revisaban alguna papelería. Se tomaron cinco minutos para revisar algunos asuntos que pudieran revisar si fuera posible, pero, al parecer, nadie tenía nada extra que decir. Sigurd logró evadir algunos procedimientos iniciales y saltar inmediatamente al problema.

—Disculpen la convocatoria de emergencia. He regresado de revisar a mi aprendiz Aurora (varios la conocen) —algunos asintieron, la mayoría. Sigurd se detuvo un momento, con sus adentros deseando que nada de eso fuera real—... Ellos han vuelto... y se han propuesto lo mismo.

Todos detuvieron sus miradas en la nada, sus almas parecieron haber salido de sus cuerpos, el color abandonó las mejillas de las mujeres y algo dentro de cada uno sollozó. Sigurd supo que identificaban la amenaza: efectivamente sabían a quiénes se refería, como él supuso en un principio.

—¿Cómo... cómo te atreves a decir eso? —le preguntó un hombre con una negación excesiva y una desconfianza más que evidente.

—Lo lamento, Señor, pero me temo que, por más que mi corazón lo desee, al igual que el tuyo, no es un dato falso... Él ha vuelto.

—¿Tienes algunas pruebas? —le interrumpió Kallias antes de que pudiera proseguir.

—Claro: la seguridad me la brinda el simbolismo que vi esa tarde. Yo mismo estudié el significado de la serie de imágenes que se enorgullecen en dejar plantadas por todos lados; pretenden presentarse como líderes mundiales. Durante mi último encuentro con un grupo de élite enviado por el mismo Vortex, pude registrar algunos, el resto ya es deducible. A lo largo de un tiempo, cuando su presencia aún era explícita afuera, traté de comprender su significado. También pude identificar otros tantos. No son difíciles de encontrar: les gusta ocultarlos en plena vista.

—Así pareciera ser que—bajó un Representante hasta estar al lado de Sigurd, luego se dirigió a todos—, cuando pensamos que por fin nos habríamos librado de esas escorias, vuelven a aparecer. Momento justo, cuando las trece calaveras comienzan a salir... —logró plantar la duda entre sus camaradas.

—Esto no es ninguna coincidencia —de nuevo, intervino otra Representante, recalcando—. Debemos actuar. Protegeremos a nuestros agentes allá afuera: regresarlos a casa, donde estén a salvo... Entonces podremos resguardarnos todos. 

La propuesta de la mujer fue lo que todos pensaron como mejor solución, a excepción de Sigurd y Kallias. Entre ellos dos, sus ideales coincidían y embonaban los del uno con el otro gran parte del tiempo:

—Estos no son tiempos para ocultarse —intervino Kallias—. Nos resulta de lo más inconveniente. Como ha dicho Rosa, esto no es ninguna coincidencia: ellos saben que las pueden encontrar y pondrán a toda la humanidad en busca de ellas. Tenemos la desventaja de que nos rebasan en número; pero no saben dónde estamos, tenemos la ventaja del sigilo. Tomando riesgos, veremos que todos nuestros agentes puedan recopilar información sobre ellos: qué planean hacer con la raza humana, con el planeta y qué piensan lograr en caso de conseguir las trece.

—¡Kallias! —pareció alterarse la misma mujer que habló antes, Rosa—. No digas eso.

—Tenemos que esperar lo peor y estar listos para recibir lo mejor. No nos servirá negarlos a los hechos y no afrontarlos.

Todo el Concejo y la realeza permanecieron callados: la verdad estaba en cada palabra de Kallias. Por mucho tiempo, el rey de Fedelm se había mostrado valiente y venturoso, a pesar de los fantasmas del pasado que le hacían eco cada noche en sus sueños. Ahora pareciera que los confrontaría todos en un intento desesperado de recuperar la paz.

Sigurd debió salir para que el Concejo deliberara, pero no tenía tiempo para perder, así que, mientras que esperaba a Kallias para visitar los archivos, adelantó camino para encontrar una solución al trance de Aurora. Con una amenaza allá afuera, además de afectar al hombre común, se corría el riesgo de que algunos de los agentes cayeran en sus garras, pero ellos contaban con la ventaja de saber de qué y cómo cuidarse. Aurora, hasta ahora, había presentado características jamás antes vistas, significando que el archienemigo  había innovado en sus métodos; sus conocimientos se inclinaban hacía la psicología humana que resultaba también afectar en los lemures: ahora tenían a una integrante de su población comprometida, y quizás podría haber más, y no tenían manera de revertirla. Encima, Aurora era la mejor cateantropóloga de Lemuria, la única que tenía conocimiento sobre varias ciencias extintas en su tierra pero que apenas florecían en el mundo exterior.

—Buenas tardes, Medea —le saludó Sigurd a su vieja amiga, afuera de su casa mientras ella hacía jardinería.

—Hola, Sigurd. Qué agradable verte.

—Gracias... Igualmente.

Medea se levantó en un instante. Su rostro cambió de comodidad y paz a preocupación y temor. Se  giró para ver a Sigurd de frente y él no se preocupó por el cambió drástico en su expresión: ya sabía que le había transmitido los sentimientos. Mejor dicho, que ella los había leído.

—¿En qué te puedo ayudar? —Le preguntó ella, quitándose los guantes y tirándolos al suelo. Cayeron alado de la espadaña que crecía pegada a la pared de su casa.

—¿Sabes algo de psicología?

Ahora, como veía venir Sigurd, Medea expresó su aberración por el humano común con un rostro de desprecio.

—No. Todo lo que tenga una directa relación con aquellas personas lo ignoro.

—Pero alguna vez la practicamos nosotros —trató de convencerla de que no era exclusiva del otro mundo.

—Pero por alguna razón la descartamos: nosotros somos impredecibles, y una ciencia para mesurarnos, identificarnos y clasificarnos no haría ningún aporte. En cambio, los humanos son fabricaciones con defectos: ellos sí la necesitan. Deben ser analizados y arreglados.

Como otras veces en el pasado, Medea expuso sus argumentos sobre su punto de vista de algún tema, tan convincentes que Sigurd se quedó callado, bajó la cabeza y supo que no tenía que decir nada más.

—Sé que te preocupa Aurora, pero no sé qué puedas hacer por el momento mientras vas... —hizo una pausa repentina debida a una impresión y la materialización de un puente que la llevaría directo a cumplir una de sus metas. Después, ya molesta, no quiso terminar su oración, así que comenzó otra sentencia.

—¡Que se muera el hombre común! Actúan como si fueran dueños del planeta, gastándose los recursos e inventando cosas que solo terminará con ellos. Si los reptilianos los quieren, que los tengan.

—Medea, no se trata solo de ellos. Nosotros estamos en riesgo también.

El último intento de influir en su decisión le resultó inútil: Medea fue adentro de su casa, dejó todas sus herramientas afuera, regadas en el suelo, y Sigurd fue a buscar a Abaddon para decirle que se preparara, que estaban más cerca de ir a los archivos.

En el camino intentó formular algunas hipótesis pretendiendo avanzar un poco, pero sus recursos eran demasiado limitados y tampoco le resultaría en nada tratar de buscar respuestas en los astros. Se topó con Abaddon justo en el momento que decidió dejar de pensar. El chico tenía una combinación de seriedad y alegría en su rostro, como si quisiera decirlo todo pero ocultárselo a medio mundo. Su ignorancia a los problemas que corrían entonces le hacían ver a Sigurd una inocencia que le calmó un poco. También percibió los sentimientos en su rostro.

—Conocí a alguien —le dijo Abbadon, sin saludarlo.

Después de una sonrisa y una pausa, pensó: «La luz en la oscuridad».

Kumari Kandam: LemuriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora