Lliure

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Aún apoyada en el lavabo, Aurora vio la misma lagartija que hace unos instantes atrás le había provocado una herida. Herida que, accidentalmente, vertió sangre en un caldo con recetas de Lemuria y Sarapiqui combinadas perfectamente, y produjo un brebaje que aparecía en los libros antiguos de pociones que jamás volverían a ser vistos por ser tan oscuros y terminar prohibidos: solo por ser la sangre de uno mismo el ingrediente principal. Con cada de uno de los ingredientes requeridos en la receta, en cantidades que apenas cumplían la demanda, y algunos otros que terminaban sobrando, pero que no afectaban al resultado del brebaje y su funcionalidad, Aurora terminó la poción sin intención. Y cuando la probó, pensando recibir un sabor agradable, y que hasta ahora era familiar, rompió el resultado de una técnica olvidada por muchos años en Lemuria, abandonada porque la ciencia que la estudiaba no aportaba ningún avance.
Saltó hacia atrás y se topó con la isla en el centro de la cocina. Ese animal le era tan desconocido como sus días anteriores: jamás vistos. Miró alrededor tratando de entender algo o encontrar alguna solución. A su izquierda había un par de fósforos, y en ese instante le vino a la cabeza la idea de realizar un ritual de fuego para intentar recapitular los días pasados. Ahora, solo debía encontrar algunas velas.
Cuando terminó de rebuscar por todas las repisas, alacenas y cajones de su casa, que era para ella, en ese momento, un espacio inexplorado, tenía en su posesión tres velas rojas. Tardó poco en resolver qué tan extraño era que tuviera la cantidad y el color necesarios. Pero no quiso que eso la detuviera y, sin más preámbulo, colocó las velas de manera que cada una era el vértice de un triángulo. Una por una, ya encendidas, las inclinó y derramó cera hasta la vela próxima a la derecha, encerrándose en un triángulo de cera roja. Esto le permitía aumentar el potencial de cualquier ritual que quisiera hacer: dentro de la figura, alimentada del elemento, su color y su figura, pareciera que sus habilidades no hubieran estado dormidas por tanto tiempo. Entonces hizo lo mismo que Kallias el día que se le asignó la misión y una esfera roja giró alrededor de la sala. Parecía inquieta, porque no sabía dónde colocarse para indicarle a Aurora los eventos de los días pasados... más bien, porque no tenía qué indicarle. En ese momento, ella lo supo. La esfera no podía solo desvanecerse, así que rememoró lo primero que podía tomar de lo último que podría haberse quedado en su memoria: la despedida con Sigurd. Este recuerdo, sobretodo, era de gran relevancia, porque mostraba a Sigurd escondiendo algo dentro de su equipaje. Ahora, Aurora seguía el producto de su encantamiento hacia su recámara. En el cajón que menos usaba, guardó —no por voluntad propia, o su misma sabiduría—, en un alhajero de cerámica con una pintura de ojo redondo escalofriante, un anillo de plata: el que Sigurd le había dado en secreto. Cuando lo vio, se sintió muy aliviada de por fin reconocer algo. Lo tomó para observarlo mejor y quizás ponérselo. En el aire, fuera de la caja, brilló fuerte. Aurora tuvo que desviar la mirada para evitar quedar cegada. Desde afuera, bajo la noche de la Luna nueva, la casa de Aurora se volvía un festival de luces y magia. Afortunadamente, a esas horas de la madrugada, nadie podía despertar y darse cuenta.
Al dejar de brillar, el anillo entró en el suave dedo de Aurora. De nuevo, ella lo miró, pero ahora estaba tratando de encontrar respuestas. Ese sentimiento fue leído por el anillo. Mientras quemaba alrededor del anular de Aurora, ella comenzó a ver una escena: una habitación enorme, de poca iluminación, con pantallas por todos lados, una mesa redonda en el centro y trece personas sentadas alrededor; organizado como el concejo que ella conocía, había tres mesas, pero esta vez con seis personas, quienes miraban hacia el centro. Pronto comenzaron a llenarse los asientos, donde en uno de ellos estaba Vortex. En una de las tres mesas pertenecían él y su gente. Las imágenes no eran transmitidas en el tiempo que ocurrieron, y tampoco tuvieron la misma duración. El anillo le mostró lo necesario para comprender que cualquier decisión tomada dentro del círculo de personas en la mesa central debía pasar por Vortex antes de ser aprobada; que él proponía un plan y los demás debían encontrar la manera de que funcionara, sus causas y sus consecuencias, pero debía ser lo que él dijera; y hubo una última cosa, que le provocó escalofríos a la pobre mujer en su recámara, invadida por el pensamiento de que quizás haya podido ser víctima de ello.
—El Proyecto de Control de Masas ha iniciado y los resultados son mucho mejor de lo esperado —escuchó de una voz aguda y fría—. Los tiene bajo su control.

Kumari Kandam: LemuriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora