De nuevo, como siempre fue y seguirá siendo, con Aurora o sin ella, el sol salía en el horizonte de Sarapiqui para rociar los cultivos, rosas y la tierra, alumbrar las cocinas de aquellas humildes casas y levantar a Aurora de su cama, después del tremendo percance de la noche anterior. Sin rumbo aparente ni rostro para mostrar, se movió de la horizontalidad de su cama y terminó en la cocina. Aún sin propósito, se dirigió a la ventana en su sala de estar para saludar a aquel que estuviera en camino a su rutina matutina. Allí afuera, podría ver a la mismísima representación del mal y aun así ofrecerle la sonrisa más tierna que jamás habría recibido. Sin embargo, esta mañana no estaba, nadie, dispuesto a regresar el gesto. Algunos solo ignoraban su presencia a su costado, otros la miraban y pretendían que no pudieron haber visto algo detrás del vidrio, también los hubo aquellos que la miraron y le respondieron con el desdén más impuro que pudiera caber en su corazón. Aurora identificó cada sentimiento y la dejó con una confusión que trató de despejar en una taza de café. De nuevo, pero esta vez con una taza morada entre sus palmas, se aproximó a la ventana, pero ahora tuvo el sigilo de no mover ni un centímetro sus cortinas confeccionadas por su vecina. Vio una fila larga caminar en unísono a un destino común: era todo el pueblo, acompañado por sus hijos y sus mascotas, moviéndose a un destino desconocido para Aurora. Entre todos ellos, solamente estaban ausentes ella misma y Doña Sira. Cuando el ejército avanzó lo suficiente como para que fueran tragados por la meseta donde subían, Aurora salió y habló con la modista que también espiaba.
—No es nuevo. Una vez al año. ¿Te has negado? Una vez que rechazas, te odian. ¿Nunca te has preguntado por qué me ven como si fuera ermitaña pero no temen en pedirme trabajos?
—La verdad es que ni siquiera me habría dado cuenta.
—¡Ah, pues claro! Un corazón tan tierno qué maldad vería.
—¿Cómo dice? —demostró Aurora que no entendía.
—Nada. Que si no te unes, te repudiarán hasta que te vayas del pueblo; quedas marcada. Pero prefiero quedarme sana como yo misma.
Los palabras de Sira le quedaban muy poco claras cada vez más a Aurora. La señora comenzaba a desquitar sentimientos dormidos sin definirlos explícitamente o sin una dedicatoria concreta. Definitivamente no le terminaría de explicar a Aurora qué ocurría, mientras ella se hundía en la incertidumbre, así que ambas volvieron a sus casas. Antes de que Aurora tomara rumbo hacia su estufa, cuando pasaba por el comedor, llamaron a su puerta. Ella se detuvo y quiso pensar en quién podría ser aquel que tocaba. Con un poco de miedo, arraigado por eventos pasados y las palabras de Doña Sira que parecían sueltas y sin sentido, se acercaba lentamente para abrir, no sin antes mirar quién esperaba detrás del marco. Era un hombre de traje, sombrero y maletín negros; su pelo era tan largo que salía del sombrero y se podía peinar hacia atrás sin ningún problema para parecer un galán de televisión.
Aurora no quiso abrir, por supuesto, acobardada por eventos pasados. Había perdido, temporalmente, confianza sobre cualquier cosa o persona desconocida, ajena a su rutina. A pesar de que Aurora estaba conmocionada y, por lo tanto, congelada enfrente de la puerta, tratando de resolver qué hacer, el hombre seguía esperándola pacientemente. Entonces, dándole un margen de tiempo de espera un tanto largo —eterno para Aurora—, volvió a tocar, y estremeció a la mujer del otro lado de la puerta. Después de que se quebrará su impresión, levantó la mano, titubeante, y la dirigió hacia el pomo. La puso encima ligeramente, después apretó y finalmente abrió. Sin embargo, la puerta se detuvo antes de permitir el paso a cualquiera de los dos, hacia fuera o hacia dentro: una cadena la retuvo lo suficiente para que Aurora le requiriera la información que sintiera necesaria para determinar si confiar en él o no. Se acercó un poco al espacio entre la pared y la madera, mientras el hombre también observaba a través, esperaba ver a quien buscaba.
—Buenos días —le saludó Aurora en un volumen apenas audible y muy insegura.
—¡Ah! —sonaba contento—. Qué alegría, qué gusto. Qué bien que estés bien.
Entre las palabras del hombre, el sonido de su voz, sus ojos y su piel le provocaron a Aurora una jaqueca: a su mente vino un peso tan grande que resultó en dolor, provocado por querer evocar algo que estaba en el pasado, pero que no se le permitía revivir; un choque de fuerzas frente a frente, entre sí y no..., el bien y el mal. Entonces, ahora fue su visitante quien se conmocionó al verla doler.
—¿Estás bien? —se preocupó.
Aurora se tambaleó un poco antes de perder por completo la fuerza para estar de pie y se tiró en el sofá, siendo lo único cerca a donde pensara en caminar. Afuera, el sombrero penetraba ya la privacidad de la casa, y una nariz lemuriana apenas atravesaba por debajo de la cadena. El hombre decidió invadir por completo, así que levantó la mano justo enfrente de la cadena y se reventó por sí misma, cuando se aplicó una fuerza por una entidad exterior sin haber contacto físico. Después, empujó la puerta y corrió hacia la chica en el sofá. Le puso su palma izquierda sobre la cabeza e inmediatamente fue a la cocina. Buscó por detrás de todas las puertas de las alacenas un vaso, para después llenarlo de agua. Con la bebida en mano, abrió su maletín, buscó poco y rápido llegó a un frasco pequeño, lo tomó y lo vertió en el agua. Lo agitó con una cuchara que, nuevamente, tuvo que buscar dentro de varios cajones antes de dar con una. Tomó el vaso entre sus manos e hizo que Aurora lo tomara. Seguramente la relajó y alivió su dolor que cayó dormida unos pocos segundos después. Sigurd esperó paciente a que su alumna y vieja amiga despertara. Caminó por la casa en busca de indicios que pudieran ayudarles a deducir qué padecía y tratar de encontrar una manera de resolverlo. Sin mucho esfuerzo y esperando lo mínimo, descubrió pistas con las que determinó la presencia de un enemigo tan viejo como el tiempo de nuevo en la Tierra. Supo entonces, que eran más los riesgos que estaban por enfrentar y pocos los recursos que tenían para pelear. Debido a la cultura de Aurora, había comprado pinturas y esculturas, pero en ellas había mensajes implícitos que demostraban —o al menos eso juraban— quién mandaba. Más consternado que antes, intentó despertar a Aurora.
—Querida, despierta por favor. Necesitas saber algo. Estás en grave peligro.
Lentamente, como si no hubiera despertado aún esa mañana, Aurora abrió sus ojos poco a poco. Antes de pensar cualquier cosa, se preguntó por qué estaba viendo otro techo que el de su recámara, donde despertaría una mañana normal. Después se le ocurrió que quizás ni siquiera estaba en su casa y la preocupación comenzó a correr por su sistema nervioso; al momento de enterarse que, de hecho, era su casa y estaba en la sala de estar, reflexionó que nunca había puesto tanta atención a la sala como ella creía. La compañía de su maestro la tomó por sorpresa: muy adentro deseaba que aquel recuerdo nublado que tenía sobre alguien macabro tocando a su puerta fuera solo un recuerdo corrompido mezclado con sueños, pero tenerlo sentado enfrente de ella era solo confirmación de lo seguro que era el hecho y daba entrada al terror. Sin saber qué hacer pero esperando cualquier cosa, se quedó estática en su lugar y con la mirada perdida.
—Estás en peligro, Aurora. Debemos regresar. Pero no eres tú misma ahora, hallaremos la manera de arreglarlo y volverás a casa sana y salva. Abandonarás la misión, suficiente para no ponerte en riesgo de nuevo.
La amabilidad y dulzura con la que la advertía Sigurd era hipnótica; en Sarapiqui nunca se veía a alguien tan bondadoso. Gracias a esto, Aurora comenzó a confiar en el desconocido enfrente de ella, como si intuyera que no podría hacerle daño.
—Disculpe. Se ha equivocado de persona. No tengo idea de qué esté hablando y tampoco tengo idea de quién le haya dado permiso de entrar... ¿Quién le ha dado mi nombre, cómo lo sabe?
El tono de Aurora comenzó tranquilo y cortés, siendo recíproca; sin embargo comenzó a aumentar en volumen y agresividad cuando le impactó la información que acaba de expresar. Cómo y por qué había entrado, qué le hizo a ella. Sigurd fue tolerante y consideró que, dada su situación, sería muy difícil de comprender en una primera instancia, así que se propuso irse de inmediato pero volver a intentarlo en otra ocasión, sin antes darle indicios que observar y tratar de hacerla formular argumentos por ella misma con el propósito de que reaccionara.
—Está bien, de acuerdo —se levantó, tomó su sombrero y se lo puso, luego recogió su maletín—. Entiendo cómo es esto. Me iré ahora mismo, pero solo tengo que decirte una última cosa: no perteneces a este mundo, estás en peligro y te están controlando; quieren algo que tienes, y no puedes permitirles quitártelo. No solo tú estás en riesgo, también los amigos que has ganado aquí. ¿Jamás te has sentido fuera de lugar, única o sola? Adoras símbolos e imágenes pero en realidad no sabes su significado: los usas, los ves, te apasionan. Estás aquí para derrotar a este enemigo. No pierdas sin antes haber luchado.
Sigurd salió por la puerta y la cerró. Aurora se quedó sentada, queriendo olvidar la conversación de esa visita tan inusual. En contraste, también quería darle sentido a esas palabras.Aurora continuó con su rutina diaria, actividad tras actividad. Trató de mantenerlas lo más normal que pudiera, pero los pensamientos la invadían en todo momento. Desde el piso de ajedrez en su cocina —y en la de todos en el pueblo—, hasta las pinturas y esculturas pequeñas de ojos, triángulos y búhos. En ese momento se preguntó lo mismo que Sigurd: ¿por qué los adoraba?, ¿qué significaban?
Mientras cortaba verduras para la cena, distraída por una lagartija que caminaba por el exterior de la venta frente a ella, accidentalmente cortó demás y el cuchillo rasgó su pulgar desde la una hasta la muñeca. De inmediato una cantidad considerable de sangre roció la tabla de picar y, por lo tanto, las verduras —determinó que después las desecharía—. Un ardor pareció anularle la mano, se movió rápidamente hacia el fregadero y abrió la llave. La estufa estaba en medio de su camino, así que, antes de llegar al lavadero, tuvo que pasar por encima de la estufa, donde estaba cocinándose su caldo; desangrándose, algunas gotas rojas cayeron dentro de su cena. Tomó un trapo y lo colocó encima de su mano, salió hacia la casa de Sira y, con suerte, tratar la herida. Cuando llegó, golpeó la puerta con el codo y su vecina la recibió. Primero le ofreció una cara de alegría, luego, con la de Aurora, cambió la suya por una de preocupación, y al ver la mano rodeada de un bulto de color oscuro y escurriendo sangre, su rostro expresó pavor.
—¡Aurora!, ¿qué pasó? Entra, entra.
—Ayúdeme.
—Sí, ven.
Entraron juntas y Sira llevó a Aurora a la mesa mientras iba por un botiquín. En la sala, frente al televisor, sentado en un sofá, estaba un hombre delgado viendo a distancia. Aurora se dio cuenta de que él estaba perdido, el cristal lo absorbía y no parecía poner resistencia. Su rostro, vacío; con la boca abierta y no parpadeaba en lo mínimo. Como si se pretendiera despistar, pensó Aurora, reía casualmente un par de veces. Su corvadura en la espalda se terminaba cada vez que echaba una carcajada y su cabeza botaba en su lugar de arriba a abajo, luego reanudaba su posición desinteresada. Los ojos le comenzaban a irritar a falta de parpadeos, y el color de su rostro abandonaba sus mejillas, su nariz y su frente. Finalmente regresó Sira y tendió la caja sobre la mesa. Tomó algunas gasas y cubrió la herida, levantó el brazo y le pidió que lo mantuviera en esa posición, mientras preparaba un parche. Aurora parecía no sufrir, apenas se quejaba, pero sí se cansó de su postura. Cuando lo bajó, le dolía el hombro; Sira tomó el parche y se lo puso. Aparentemente, la herida no era tan grave, la vio más superficial de lo que se pensaría. Hacía unos momentos chorreaba bastante sangre, pero el cese no se debía a la posición del brazo, debía ser más profunda para explicar la cantidad del líquido: estaba sanando rápidamente.
De pronto, le surgió una idea a Aurora: la cena. Había dejado la estufa encendida y debía regresar pronto.
—Doña Sira, —se levantó Aurora— muchas gracias. He dejado el caldo en la lumbre, discúlpeme. Muchas gracias.
—Ah, claro, hija, corre. No, por nada. No te preocupes, cuídate.
Cuídate... la última palabra de resonó un la cabeza.
Entró y corrió hacia la estufa. Pero no había pasado nada. Aún estaba la tabla de picar con las verduras bañadas en sangre, que ahora desechó. Cuando limpió todo, tomó una cuchara y probó el caldo a punto de ebullición. Le dio un sabor muy salado, tanto que le provocó náuseas, se acercó al fregadero para tratar de enjuagarse la boca.
En ese momento sintió un mareo capaz de tumbarla en un coma. Solo cerró los ojos y apoyó sus manos en la orilla del lavabo.Aurora abrió los ojos, sin sentir mas que la herida en su mano. Pero no recordaba nada de unos momentos antes... no recordaba de las semanas pasadas.
Solo miró hacia afuera, con el sol desapareciendo, tratando de recordar algo, cualquier cosa
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Kumari Kandam: Lemuria
FantasyAurora es una prestigiosa investigadora de Lemuria, valiente, inteligente y hay algo especial en ella. Su civilización se mantiene oculta del mundo exterior, oculta del hombre común, pero considera revelarse y entablar acuerdos para el bien de ambos...