Capítulo 3.

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Mateo regresó a casa en una de las poco atractivas, peligrosas y concurridas rutas de León -esas que corren como aviones terrestres, como si los conductores fueran suicidas que llegarán tarde al lugar de su muerte- exhausto de su día tan convulsionado, de tantas emociones sumadas, abrazado de incertidumbre y pesadez en los párpados, tenía sueño. Cuando estaba llegando, aliviado de haberse bajado sano y salvo de la ruta, salió a recibirle el señor Conan, su perro, dándole lengüetazos en la mejilla y pasando su respiración agitada, debido a la carrera para encontrarse con él, por su oreja derecha. Mateo le abrazó con la ternura de saber que los perros profesan ese amor genuino que ya no viven los humanos de hoy en día, sabiéndose bien amado y, mejor aún, correspondiendo a ese amor.

Sacó su llave y entró a su casa, un lugar pequeño, de muebles rojos y paredes blancas, en las cuales colgaban copias de Da Vinci, Boticelli y Caravaggio. Si había algo que Mateo admiraba, era la cultura de su padre, un profesor de ciencias sociales de la famosa UNAN, al cual le encantaba el arte, la historia y, de vez en cuando, las ciencias naturales.

Mateo vio a su madre en la cocina, haciendo algo que olía muy bien.

-Ya volví -dijo, levantando la voz.

-¿Qué tal te fue? ¿Trajiste mi encargo? -dijo Andrea, su madre, con esa voz ronca y carrasposa a la cual costaba entender.

Mateo quiso morirse en ese momento, había olvidado no sólo el encargo de su madre, sino también la fecha del siguiente día, el cumpleaños de ella. No había comprado nada para regalarle, como hacía todos los años, los acontecimientos lo habían hecho olvidar cosas tan importantes como recoger el maquillaje que había mandado la tía Margarita de Costa Rica o pensar en un detalle para con su madre. Mateo resolvió mentir un poco, para aplacar la segura ira de su madre y pensó que le daría a Andrea un regalo en la tarde del siguiente día, cuando volviera de la universidad.

-No tuve tiempo, madre, las clases se extendieron un poco más de lo normal. Pero no te preocupes, mañana seguro pasaré a recogerlo, para que en la noche estés reluciente, como siempre -soltó Mateo nervioso, con las manos sudorosas.

-Ay hijo, vos definitivamente que todo lo resolvés como si fuera fácil. Está bien, pero que no se te olvide, porque ahí si me muero de un soponcio -soltó Andrea, para alivio de Mateo.

Mateo llegó a su cuarto, tan desordenado como su vida. Se tiró en su cama, pensó en todo su día: Katherine, su novia, lo había traicionado, según le había dicho Óscar, su mejor amigo; la chica del café, el encargo y el cumpleaños de su madre y, para colmo, mañana tenía prueba de cálculo, él estudiaba farmacia, porque no le alcanzó el promedio para estudiar medicina y resolvió quedarse ahí, en esa carrera. Estaba muerto, sentimentalmente, físicamente.

Cerró los ojos y resolvió que dormir era lo mejor...

Sombras y derivas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora