Capítulo 5.

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Son las 5:35 am, el despertador del iPhone pasado de moda de Mateo suena incesante, la alarma anuncia la llegada de un nuevo día con el estruendo ensordecedor que significa despertar sin querer hacerlo. Mateo toma el diminuto aparato que le dieron de regalo hace ya tres navidades y que hoy, es más un artefacto que usa por necesidad y no por lujo, como lo hacía recién lo tuvo en sus manos por primera vez. Pasó un dedo por la pantalla táctil con las rayas de la experiencia, sobre un ícono que decía apagar. Se dio vuelta sobre su espalda, para reincorporarse en la cama y buscar sus chinelas Rolter que tenía desde hace siete años y que ya necesitaban un cambio, pues estaban tan gastadas de andar, que al hacerlo tenía la sensación de estar más bien descalzo.

Se levantó y fue al baño, con la toalla colgada en hombros y el recuerdo efímero de su pesadilla de medianoche, que aún le daba tumbos occipitales.

Se bañó lenta y minuciosamente, porque tenía el tiempo suficiente para arreglarse e irse a la universidad. Cuando estaba vistiéndose escuchó algo raro, una voz gruesa e incomparable que le dio vuelcos a su estómago con cada nota musical que despedía. La conocía con memoria fotográfica, era una canción, eran las mañanitas de Pedro Infante sonando en el viejo equipo de sonido de su padre, ahí recordó todo, su madre estaba de cumpleaños y él lo había olvidado por completo. En ese momento dio gracias a Pedro por haber existido, a ese ranchero al que todos admiraban y del cual no había escuchado más que la canción que ahora estaba sonando, pero que (algo le decía), merecía su respeto también.

Se vistió lo más rápido que pudo, tomó su guitarra y con esas cuerdas ya viejas y un poco desafinadas, se fue a buscar a su madre para cantarle él mismo las mañanitas.

Cantó. Su madre y su padre, abrazados, lloraron con la interpretación dulce y llena de sentimiento del muchacho que, al terminar de cantar, fue y abrazó a ambos, dando un beso a su madre, deseándole un muy feliz cumpleaños, como hacía desde que tenía memoria propia. Después, los tres se dispusieron a desayunar y, una vez terminaron, se fueron cada quien a sus labores cotidianas y rutinarias.

Para Mateo llegar al tan famoso Campus Médico de la UNAN era toda una odisea. Él vivía en el barrio de Subtiava, esa mitad indígena, mitad española desde la época de la conquista, en ese pequeño cúmulo de casas llenas de costumbres y tradiciones diferentes y genuinas, de los que se asentaron en el oeste de lo que ahora es la ciudad actual de León, los mismos que defendieron ni tan en vano, ni tan con éxito la soberanía de ese país que sucumbió ante el acecho español, ante la conquista, el engaño, la dogmatización y adoctrinación y que, muy a pesar de eso, todavía mantenía su esencia y las enseñanzas ancestrales que ni los propios españoles, con toda su sofisticación, lenguaje y esclavismo, pudieron borrar para siempre.

Para poder llegar a destino, Mateo tomaba una ruta que lo llevara de este a oeste, en el viejo edificio que antes formó parte de una empresa bancaria llamada BANIC, ubicada en una esquina que era icónica, pues dividía Subtiava del centro de la ciudad. Al llegar al Parque de los poetas, un lugar de tributo a los más excelsos representantes de la literatura leonesa, como Darío, Mateo se bajaba de la ruta para tomar otra que cruzaba la ciudad de norte a sur, ya que su recinto universitario se encontraba en el extremo sur de la ciudad.

Ese día el trajín era un poco más pesado, debido a todo lo que había vivido las últimas horas y la pesadez que representaba para él despertarse a medianoche. Mientras iba en la ruta, Mateo le daba vueltas a su situación con Kate, como llamaba a la que todavía era su novia. La verdad es que nunca había vivido una situación similar y no sabía cómo debía proceder, porque a pesar de lo bien que se le daba conquistar a las chicas, era muy tímido a la hora de discutir o hacerse escuchar con imponente respeto, como la situación requería. En ese momento, y estuvo seguro que nunca más, quería parecerse un poco a Óscar y ser más frontal con los problemas, pero como no lo era, decidió que hablaría con calma, como el adulto que creía que era.

Tan ensimismado estaba, que un frenazo lo despertó cuando el viejo bus Marcopolo aparcó en ese recinto lleno de verde por todos lugares, con edificios imponentes, construidos durante la dictadura de los Somoza y que hoy eran apenas una sombra del avance que significó en aquellos años para la educación superior, pero que aún servían para formar a los más grandes profesionales del país, principalmente en asuntos de salud.

Esperó a que todos bajaran, pues el alboroto que se formaba en ese bus de vidrios grandes y asientos partidos a la mitad por el mal cuido, era todo un desafío para todos y más para él, que odiaba esos bochinches. Una vez bajó, fue a su recinto, que quedaba enfrente a la biblioteca universitaria, cuando de largo vio cruzar a Katherine la cancha que dividía la biblioteca de la Facultad de Ciencias Químicas. Inspiró hondo y se dijo a sí mismo: aquí vamos.

Sombras y derivas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora