Capítulo 4.

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Mateo corre con dificultad, el cansancio se le atraviesa en la garganta, como aire sólido, inmóvil e inerte. Es la presa, se sabe atrapado. Por más que intenta, no avanza y sabe que perderá la carrera contra el feroz depredador que no muestra cansancio y mucho menos desánimo. Está en un lugar oscuro, todo es borroso a su vista, no reconoce donde está, pero sabe en el fondo que no es un lugar donde alguien quisiera estar.

Sigue corriendo, pero es como si no avanzara, como si en realidad no moviera sus pies, como si caminara sobre una alfombra giratoria.

Gira a la izquierda, toma un estante de libros, lo derriba para crear una barrera y escapar del peligro; la taquicardia le golpea el pecho como un martillo empujando un clavo que ya entró en la madera. El feroz animal salta el estante, es como una aleación de tigre con alas de águila, va con la boca muy abierta, preparado para devorar, sus colmillos parecen de marfil, su agilidad es profesional. Mateo se deshace sobre el suelo, la apnea es inevitable ante el miedo, cierra los párpados, pasa...

Mateo se ha suspendido de su cama, diaforético, exaltado, excitado.

Qué puta pesadilla -piensa, mientras enciende la luz de la lámpara que tiene a su izquierda, en el buró.

Se levanta, todavía aturdido y con vértigo, se dirige al baño y, cuando abre la puerta, observa la caricatura de Leonard Cohen que ha hecho hace apenas dos días y ahora está pegada con cinta adhesiva arriba de su espejo y se convence de que si esa bestia de su tan desafortunado sueño hubiera dejado ver su rostro, seguro se parecería al canadiense cantautor, pues siempre había pensado que los dioses paganos fueron generosos con él en asuntos musicales, pero mucho menos en asuntos físicos. Como fuera, consideraba a Cohen un genio y le amaba, muy a pesar de su fealdad.

Tomó el grifo con la mano izquierda, lo giró y empezó a lavarse el rostro, en el cual resaltaba un horroroso barro justo en la comisura derecha de su boca, sintió asco y dejó ya de verse en ese viejo espejo colonial, que había conseguido en una subasta de artículos celebrada en el teatro de la ciudad, con dinero que había ganado en el casino La Perla en una noche de juerga, como tantas.

El agua tibia de León le hizo volver a la tierra, recordó su seminario de cálculo, para el cual no había estudiado por hacer caso a una de las muchas seducciones de esa su cama, tan persuasiva, como decía siempre él a modo de sarcasmo. También recordó la fatídica noticia que Óscar, su amigo, sin mucho tacto ni delicadeza le había dejado ir, con esa peculiar forma de decir las cosas.

Katherine es una puta, Mateo. Anoche la vi con un viejo, saliendo de la disco, ahí por la zona rosa, bien bola, de caer y se montó en su carro, supongo que no iban a rezar el rosario porque, como supondrás, todas las iglesias están cerradas a las dos de la madrugada. Estás de acuerdo con eso, ¿no? -dijo Óscar, tan frío como si era un chisme que involucraba a cualquier persona y no a su mejor amigo.

Tenés que dejarla -continuó Óscar, ante la mirada inexpresiva de Mateo- es una gran puta, ni pena le da que ni a clase vino. Yo ya te había advertido, pero es que vos en las cosas del amor sos idiota y nunca hacés caso -sentenció Óscar, con lo que pareció un dardo envenenado que despertó a Mateo.

¿Estás seguro de que era ella, al menos? -dijo por fin Mateo, en un intento híbrido entre querer buscar la verdad y defender a su novia.

¡Vos sí que sos idiota, no puedo creerlo! -Óscar gritó en una de sus acostumbradas rabietas- si yo te digo que la vi, es porque así fue. Era ella, la misma y el viejo era, no sé, de unos cuarenta, a él si no lo conozco...

Bien, te pregunté naturalmente porque no puedo actuar por instinto. La voy a llamar para que me explique y me diga la verdad, ¿contento, mejor amigo? -soltó Mateo su sarcasmo, un poco desilusionado por el actuar de Óscar.

Sombras y derivas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora