Capítulo 6.

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Mateo sintió cómo la diaforesis le recorría el cuerpo como un escalofrío que subía y bajaba sin detenerse, galopándole la columna vertebral con la fuerza de una embestida. Estaba más nervioso que incluso cuando compareció ante su examen de admisión en la universidad. Él había aprendido a no meterse en demasiados problemas precisamente para no lidiar con ellos y cuando, casi siempre por culpa de otros, se metía en uno, se aliaba a fieles abogados -como llamaba a sus amigos con dotes de pelea- para poder salir victorioso ante cualquier predicamento.  Era un cobarde astuto. Pero ahora estaba ante uno que en el que no necesitaba la fuerza bruta, sino una madurez y un dominio fuerte de la situación en la que estaba, características que le habían sido esquivas desde siempre. Llegó incluso a pensar en no decir ni media palabra y dejar que todo pasara como si nada, pero por otro lado sabía que Óscar lo mataría al enterarse. Ni siquiera pensaba en hablar con Kate por dignidad, porque, aunque debía aceptar que al principio le causó cierto repudio y hasta dolor, él era de esas personas que no se apegan a las relaciones, de esas personas a las que el amor les llegó en cantidades diminutas y para las que, como decía él, había cosas mucho más importantes y divertidas que amar y sentirse plena y verdaderamente amado.

Se acojonó como pocas veces en su corta vida y se acercó a Kate, que ahora estaba en el lugar donde todos los alumnos acostumbraban imprimir trabajos de sus clases, donde atendía un hombre mal encarado, rasurado hasta los folículos, con la cabeza brillante y sin ninguna señal de pelo, pero es si, lo que no tenía de pelo le sobraba en eficiencia.

Se acercó a ella, que estaba de espaldas a él, la tomó del brazo y al oído le dijo que necesitaba hablar con ella. Kate asintió sin darle la cara. Caminaron juntos hacia el lugar favorito de la gente de la facultad, los cuadros que servían de asiento en la cancha de fútbol de la universidad.

Kate sentía cómo la sangre se le tornaba helada por dentro, como si el corazón fuese un refrigerador que congelaba ese líquido rojo y viscoso con cada sístole. Las manos se le engarrotaron como palillos chinos y, sin necesidad de verse en el espejo, sabía que estaba tan pasmada que, de ser noche, asustaría a cualquiera que la viera en ese estado en el que sólo llegaba a estar cuando tenía mucho miedo.

A pesar de su traición y de que sabía que ese era el motivo de la plática que ahora estaba a punto de tener con el que en algunos minutos sería se ex novio, ella sentía un enorme cariño por Mateo y no quería dejarlo o que, más bien, él la dejara. Pero sabía que Mateo era un muchacho sin doblés, -o por lo menos eso era lo que ella creía- de esos que cuando toman una decisión, no dan vuelta atrás y en eso sí que no se equivocaba para nada. Recordó fugazmente cómo inició su relación con ese muchacho tan de buen ver, delgado, de metro setenta, ojos cafés, blanco y de mirada triste, que la cautivó con su voz ese 17 de febrero, a las tres de la tarde en el mismo lugar en el que ahora pondrían fin a una relación de dos años, que para ella había sido eterna mientras duró.

-Vos sabés para qué te llamé -Mateo logró traer a Kate de su sueño, con una vez tétrica, baja e imponente a la vez.

Kate agachó la cabeza, no sabía qué decir ni cómo actuar, estaba tan apenada y muerta de miedo que tenía la percepción de que sus neuronas no lograban conectar dos sinapsis al hilo sin antes explotar en su cabeza, haciendo un estruendo por cada milisegundo que pasaba.

-Kate, vos sabés que yo no te amo, nunca lo hice y probablemente nunca llegaría a amarte, nuestra relación ha sido tan libre que nunca llegué a sentirme atado a vos y ese era el secreto de nuestro éxito como pareja. Pero aún con todo eso, la infidelidad no estaba estipulada en ese contrato que unos llaman amor y otros llamamos codependencia emocional, como decía mi buen amigo Sigmund. No quiero que me expliqués nada, ni que te des golpes de pecho como un buen católico en domingo, sólo quiero que esto acabe en el mejor de los términos, sin peleas, ni odios, ni riñas innecesarias -fulminó Mateo el silencio eterno que significaron los minutos anteriores.

Kate seguía estupefacta, inmóvil, tenía muchas ganas de llorar, de pedir perdón, de implorar una oportunidad. Pero sabía que era tan inútil intentarlo, que se limitaba a lacerarse por dentro con todo ese cúmulo de sentimientos que le podrían el corazón con cada latido.

-Mateo, yo te quiero y siempre ha sido así. Lamento tanto... -intentó articular Kate, antes de que Mateo la interrumpiera con un leve incremento en el volumen de su voz.

-Por favor, no me expliqués nada. Te estoy dando la oportunidad de que esto acabe sin el mayor de los disgustos. Quiero que nos quedemos con el recuerdo de las cosas buenas que pasaron entre ambos, que me recordés en tu cama teniendo sexo hasta perder la noción del tiempo, jugando fútbol en el campo de San Carlos contra los vagos del barrio, que te marchés de mi vida con la reputación limpia para que podás encontrar a alguien que si te pueda dar amor. No culpo tu traición, porque quizás alguien más te dio el amor que yo no puedo y es bueno y está bien, culpo al camuflaje que le pusiste a una realidad tan posible como esa. Me culpo incluso a mí, por no desarrollar esa cualidad a la cual ustedes llaman amar, culpo al destino, a las estrellas, a los dioses paganos, a cualquiera que no seas vos, con el único motivo de no dañarme el aura de bohemio empedernido con un odio y un rencor ciego y eterno que termine por joderme más la existencia -Mateo, con las palmas de las manos llenas de sudor y con el rostro visiblemente inexpresivo, se sinceró de esa manera, la única que sabía desde que nació, la única forma en la que él sabía hablar y que a Kate y todas las chicas que conocían al muchacho, las cautivaba de una manera inexplicable.

-Tu caballerosidad es infinita, quizás nunca encuentre a nadie más como vos. Sólo quiero darte el último abrazo, ¿puedo?

Kate sabía que estaba rayando en el descaro, pero en realidad quería abrazarlo por última vez, quizás como agradecimiento por no pisotear su dignidad de mujer o sólo por no seguir diciendo más y huir pronto de ese momento incómodo, en el que el aire digno de Mateo la hería mucho más que las palabras que pensó que recibiría de él y que no llegó a escuchar.

-Kate, por favor, podés irte ya -Mateo terminó con la conversación con ese rotundo comentario.

Katherine dio la vuelta y entró de nuevo en la facultad y con cada paso que daba, sentía cómo la sangre, los dedos de sus manos, su rostro y los latidos del corazón volvían a la normalidad. Sabía que había perdido mucho menos de lo que esperaba y eso, al final de todo, era una victoria, más que una derrota.

Mateo no fue caballeroso en ningún momento, simplemente se limitó a ser frío como siempre y condescendiente, para evitarse predicamentos innecesarios. No sabía discutir cuando se trataba de asuntos tan banales para él y sabía que era una mala inversión perder el tiempo y los argumentos en situaciones de tan poco valor y auge. Se fue a su clase de cálculo feliz de haber tomado, con el debido camuflaje, el toro por los cuernos y salir con oreja en mano y además, sin heridas que lamentar.

Sombras y derivas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora