En otro lugar de la ciudad metropolitana, justo al norte del Campus Médico de la UNAN, está el recinto principal de la Universidad Cristiana Autónoma de Nicaragua, UCAN. Es un edificio de aspecto añejo, colonial, con puertas anchas y altas que da la impresión de ser una catedral erigida varios siglos atrás. Es la segunda ente académica de la ciudad y, con el paso de los años, se ha ido ganando el reconocimiento de académicos expertos en la educación superior.
En este recinto estudia Amanda, una muchacha muy reconocida en la universidad debido a su gran desempeño académico, a su voraz deseo por aprender y, como no, a su seriedad y ese don que tiene de ser solitaria y de poco hablar. Amante de las matemáticas, su sueño es ser criptóloga, pero en un país como Nicaragua, con tan paupérrimas condiciones para la educación, es casi misión imposible llegar a serlo. Amanda es una chica de buen ver, atractiva, de piel clara y ojos de miel, pero nunca se ha aprovechado de ello para sacar ventaja en su índice académico. Es una chavala esforzada, de familia de clase media y con las convicciones bien marcadas; podría decirse que muy por encima –en cuanto a manera de pensar- de la mediana de mujeres jóvenes de León, quienes paren a tempranas edades y la mayoría no consiguen un título universitario, a pesar de tener las universidades en las narices y a disposición, como lo marcan los diarios de circulación nacional.
Esa mañana, Amanda había ganado un premio muy peculiar por su profesor de Cálculo II. No había podido negarse, ante su amor a los números y a los acertijos, pero hubo algo que la dejó pensativa y contrariada, y era que trabajaría con gente de otra universidad, a la cual no conocía y de la cual el profesor no había querido darle información.
Le excitaba el hecho de estar en un lugar que para ella era un honor grande, porque su profesor era un erudito y el hecho de que ella se hubiera ganado ese espacio ante él, era para ella un premio a tantos años de esfuerzo y dedicación. Y, aunque aún no sabía lo que debía hacer, confiaba en que sería algo enriquecedor para su vida profesional, y estaba en lo cierto; sólo había un inconveniente en el asunto y por eso esa su contrariada mañana. Yo odio el trabajo grupal.
Aunque así fuera, no podía perder la oportunidad de sumarse a nuevas experiencias, con alguien a quien admiraba muy a pesar de su aspecto físico y su mala fama de vividor. En los últimos años había puesto mucho empeño en destacarse en cada una de las materias, para ser la mejor y mostrarse notable entre el resto, pero haber atraído la atención -meramente académica- del profesor de matemáticas era mucho más que gratificante, era un cheque al portador y ella estaba dispuesta a tomarlo.
Amanda era una chica sencilla, pero con una belleza física que pocas mujeres poseían. Ella consideraba que la belleza exterior, más que una virtud, era un problema con el que todas las mujeres -porque para ella todas las mujeres eran hermosas-, se enfrentaban a diario por muchos motivos; había leído tanto de historia que para ella no eran precisamente ocultos los datos que ofrecían diversos estudios sobre acoso por parte del sexo opuesto para con ellas; de la dificultad que representaba para las mujeres optar por un buen trabajo en una buena empresa, sin ser calificadas antes por sus atributos físicos; o del aumento de homicidios contra mujeres en un país donde el feminismo acrecentaba en número de miembros y profesantes, pero que muchas veces -así lo creía ella- no hacía más que estropear la ideología de quienes sí querían igualdad de género en un país en demasía machista y tercermundista. Desde que Josefa Toledo, en 1957, junto con un grupo de mujeres presionó a Somoza García por el derecho al voto para las mujeres nicaragüenses, no se habían mostrado significativos cambios en pro de la igualdad de género y ella creía que la mejor forma de lucha que una mujer debía ejercer para poder equilibrarse a la potencia intelectual masculina era precisamente estudiando y superándose por sí misma. Para ella la vida era un aprender diario y trataba de sacarle provecho como tal. No se consideraba feminista, de hecho, no lo era, pero sí que creía en la justicia y en lo correcto que sería un mundo igual para hombres y mujeres, donde no tuviera que sentirse observada al andar por la calle con una falda sugerente, como la cultura masculina lo tildaba; o donde una mujer pudiera ser calificada por sus capacidades y rendimientos intelectuales, más que por sus capacidades en la cama; en fin, ella creía en la mujer y eso era algo que definía su manera de ser, se gustaba así y así le gustaba que fueran las mujeres que conocía.
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Sombras y derivas.
RomanceEs la historia de Mateo, un joven estudiante bohemio, al cual la juventud le ha llegado sin avisar y el amor le ha golpeado la puerta sin piedad ni paciencia. Él, ahora, intenta seducir de nuevo a la vida y abrirse paso entre cada obstáculo que se l...