A veces como todos los poetas bebo un poco
y me desnudo en pleno invierno.
Intento comprender el mundo levantando la mirada al cielo.
Y advierto que en noches como las de hoy no está de más regalarte un beso o dos.
Soy astuto como el viento, como una sombra inherente; pertenezco a las calles bohemias
y de mi infancia,
calles tan vacías como mi alma.
Me mantengo aferrado a una pipa sin tabaco y a media botella de vino barato, como un buen cronopio o esperanza.
El senorito burgués pasea con una fama, miserable idolatrada.
Leo poemas evitando el contacto terrenal y mísero, ocultando mis heridas que acaban llamando la atención.
Hay una luna misteriosa observando, omnisciente y narradora, todas mis desgracias,
y escucho profundamente cómo se avergüenza de mí y de todo lo que soy; va cantando un soliloquio tan terrible como la vida y sus denigrantes trayectorias.
No hago más que reír mientras me columpio de una farola rota, y cuando la lluvia empieza a escampar se pronuncia un breve discurso que sale de un sujeto irreconocible por la niebla.
«Primero, después el tercero.
El martirio de ser arrancado y arrastrado hacia un final sin sentido.»
Así habló Julio, un cronopio amigo.
Y me fui, cuidando ambos cuerpos del desacato, de alguna tontería de escritor tonto, burdo y absurdo.